A casi veinte años de la irrupción de las acciones colectivas o “acciones de clase” en nuestros tribunales, y a más de diez del dictado del fallo “Halabi”, es un buen momento para reflexionar acerca de algunas circunstancias y efectos adversos del sistema, en procura de su mejora, máxime teniendo en cuenta la demora en sancionarse la tan postergada ley de procesos colectivos.
El rationale del sistema es claro: frente a la dificultad que significa para el consumidor individual litigar contra un proveedor de bienes o servicios por alguna falla en su prestación debido a lo exiguo de la suma en juego, el sistema permite a ciertos operadores la representación promiscua de todos los consumidores de ese proveedor, transformando así un juicio económicamente inviable, en otro atractivo por el monto que implica.
Lorenzetti, en su obra “Justicia Colectiva”, advierte sobre los efectos adversos que puede producir la admisión de estas acciones. Una de las objeciones que se realizan a estas acciones es que conllevan un incremento de la litigiosidad, lo que podría ser controlado si se equilibraran los incentivos con relación a los costos, particularmente en el campo de la legitimación.
Lorenzetti distingue tres modelos o sistemas: El primero de ellos es el modelo de mercado, en el cual los abogados o las ONG invierten en la investigación de posibles conflictos y en la búsqueda de sus clientes, celebrando con sus clientes pactos de cuota litis. De esta forma, si ganan el juicio o llegan a una transacción, obtienen grandes beneficios, pero si la sentencia les es adversa, pierden grandes sumas de dinero. “En un sistema así”, dice Lorenzetti, “hay una autorregulación, porque ninguna persona razonable se arriesga a un juicio innecesario”. “Si todo es ganancia, hay un fuerte incentivo a demandar más allá de lo razonable, produciéndose una litigiosidad excesiva”.
El segundo modelo es el público, que sólo confiere legitimación al defensor general, al procurador de justicia o a representantes del Estado.
Finalmente, un modelo “mixto” confiere legitimación tanto al sector público como al de mercado. En nuestro país, sostiene el autor, “el modelo consiste en dar legitimación al sector público, a las organizaciones no gubernamentales y a los abogados, es decir, un sistema mixto”[1].
Indudablemente, hay incentivos para demandar cuando todo representa un beneficio y nada conlleva riesgos.
Una consulta al sistema de causas del Poder Judicial de la Nación (www.pjn.gov.ar) nos muestra que sólo en la Cámara Comercial, existen no menos de 1000 procesos colectivos e incidentes. De ellos, más de 500 están concentrados en pocas entidades actoras.
Probablemente algunas de esas demandas serán admitidas, otras serán rechazadas, muchas quizás concluyan en una transacción.
Pero de lo que no cabe duda es que el sistema ha recargado la tarea de tribunales, y también la de las empresas que se ven obligadas a distraer recursos para atender a estos litigios, sean o no, viables a priori.
Esto lleva a pensar que quizás el “sistema” vigente es excesivamente permisivo para quien pretenda iniciar una acción colectiva. Y el término “sistema” va entre comillas, porque difícilmente podemos considerar como tal aún par de artículos en la Ley de Defensa del Consumidor, el fallo Halabi y los posteriores que lo complementaron, y las acordadas de la Corte Suprema que intentan poner un poco de orden allí donde falta una legislación específica.
Las acciones colectivas han llegado para quedarse, de ello no hay dudas. Hay que reconocer que representan un freno frente a conductas abusivas de los empresarios, y ése es su aspecto positivo.
Por otro lado, la proliferación de juicios, muchos de ellos demandas absurdas o meras “excursiones de pesca”, sobrecargan de tareas a las propias empresas, generándoles importantes gastos que, eventualmente, van a recaer en un aumento en el precio del bien o servicio que ofrecen. Se produce así un efecto inverso al buscado, ya que finalmente todos los consumidores se verán perjudicados por el accionar de quienes, se suponía, actuaban en favor de ellos. He aquí un posible efecto negativo de las acciones colectivas.
Pero ello no debe necesariamente ser así. Hay que reforzar las bondades del sistema, a fin de que sirva para disuadir conductas lesivas de los derechos de los consumidores y, a la vez, neutralizarlas causas que posibilitan esos efectos negativos.
Pasaremos somera revista a algunos aspectos que merecen atención.
La investigación antes del juicio
El primero de ellos, es la falta de exigencia de una mínima investigación, por parte de la asociación de consumidores actora, acerca de la conducta incorrecta que se le atribuye a la empresa demandada. No basta, como suelen hacer, con apelar a que “han recibido denuncias” de clientes de la empresa, denuncias que, por otro lado, jamás acreditan haber recibido.
Más aún, es común ver que cuando una asociación de consumidores inicia una demanda contra una empresa alegando determinada violación a derechos del consumidor, simultáneamente inicia idénticas demandas -todas con el mismo texto- contra las demás empresas del mismo rubro, asumiendo que todas cometen la misma violación. Algunas veces podrá ser así, pero muchas otras no. Mientras tanto, aquella empresa que cumple puntillosamente se ve envuelta en un litigio que suele llevar años y, por supuesto, insume recursos que deberían tener mejor destino.
En muchos casos, la asociación de consumidores pretende obviar su falta de investigación sobre una situación determinada, solicitando la producción de prueba anticipada o la concesión de diligencias preliminares.
Con relación a la primera, bueno es recordar que no tiene por función preparar o adquirir el conocimiento de hechos necesarios para entablar una demanda, sino que es un modo excepcional de producir prueba con el fin de asegurarla o preservarla. En lo que refiere a las diligencias preliminares, no deben interpretarse de manera que cualquier dato necesario para formular una demanda pueda ser requerido mediante una diligencia preparatoria, ya que es tarea propia y carga de la parte reunir extrajudicialmente y aportar los datos y hechos necesarios para su demanda[2].
Es necesario que las asociaciones de consumidores actúen en aquellos casos en que es verdaderamente necesario; deben tener capacidad técnica, humana y contar con los recursos adecuados para llevar a cabo investigaciones serias, de tal manera que las demandas que decidan iniciar tengan una razonable justificación a priori. Por supuesto, esto no debería implicar transformar a las asociaciones de consumidores en nuevos entes de control de las actividades industriales y comerciales, que ya están debidamente supervisadas por los entes estatales correspondientes (Secretaría de Comercio, BCRA, Superintendencia de Seguros, Enacom, etcétera).
Debería promoverse y controlarse que las asociaciones efectivamente realicen las distintas actividades en favor de los consumidores que sus estatutos prevén (asesorar al consumidor, recibir denuncias, realizar estudios, promover la concientización y educación del consumidor, realizar cursos, conferencias, publicaciones, etcétera). La realización de dichas actividades en forma seria y sistemática, tendría como efecto colateral la recolección de datos fácticos que les permitan evaluar la necesidad, o no, de la iniciación de un juicio.
De la misma manera, debería desincentivarse una situación que hoy es una constante y que cualquier operador del sistema conoce y no podría negar: muchas asociaciones de consumidores no son sino un estudio jurídico especializado en demandas colectivas bajo el amparo de un estatuto y una inscripción en un registro oficial. A veces puede ser necesario “descorrer el velo de la personalidad”.
Exigir lo arriba expresado, no es otra cosa que la aplicación concreta del requisito de idoneidad de quien pretende asumir la representación de un colectivo, establecido en Halabi.
Premios y castigos
Vinculado con el requisito de idoneidad, aparece el de la solvencia de las asociaciones. Sobre este aspecto, se discute si el beneficio de litigar sin gastos (que acompaña prácticamente a todas las demandas iniciadas por estas entidades), o mejor dicho, la carencia de medios económicos para afrontar un juicio, afecta o no esta idoneidad.
A favor de la distinción entre ambos conceptos, y la consiguiente irresponsabilidad por las costas del proceso, se alzan voces que manifiestan que, de no ser así, sería casi imposible llevar adelante acciones colectivas por parte de las asociaciones de consumidores.
Ahora bien, la falta absoluta de patrimonio, la insolvencia total, son un impedimento para la realización de las actividades de investigación previa, mínimas y necesarias, para evaluar la necesidad de iniciar un juicio. Al igual que otras entidades, las autoridades de contralor deberían exigir un patrimonio mínimo que posibilite a la entidad el cumplimiento de sus fines.
De esta manera, parecería que debería existir alguna relación entre la solvencia de la asociación y su idoneidad. Contando con un patrimonio adecuado, la asociación podrá lleva adelante las tareas y averiguaciones necesarias para iniciar juicios sólo en aquellos casos que verdaderamente lo ameriten.
Esto, por sí mismo, no sería suficiente para evitar aventuras judiciales. Los sistemas se regulan mediante premios y castigos. Nos asomamos así al tema de las costas, el beneficio de pobreza, y la justicia gratuita.
Puede ser atendible el argumento según el cual, si las asociaciones tuvieran que enfrentar el pago de costas cada vez que resultan perdidosas, no podrían ejercer sus funciones en forma adecuada. Así, el sistema de acciones colectivas no resultaría eficaz para constituir una verdadera amenaza que desaliente conductas abusivas por parte de los empresarios.
Pero no por ello les debería estar permitido -tal como ocurre en la actualidad- iniciar demandas carentes de toda justificación, al amparo de una falta total de responsabilidad, y esperando quizás, lograr alguna injusta transacción.
Esto no significa que en todos los casos en que resulten perdidosas deban afrontar las costas. El principio general podría ser la eximición de ellas, pero dando la facultad al Juez de imponerlas en aquellos casos que tenga frente a sí una demanda frívola, carente de todo fundamento o investigación previa. Los tribunales saben aplicar la fórmula “razonablemente pudo creerse con derecho para litigar” y saben, en consecuencia, cuando ocurre exactamente lo contrario.
Acerca de la representación
A lo expuesto se le suma otra característica del sistema: a la asociación de consumidores que quiera iniciar una demanda, no se le requiere siquiera obtener la conformidad de aquellos a quienes dice representar.
Adviértase que si se inclinase por el opt-in, exigiendo un número mínimo de consumidores que presten su conformidad, esto le daría al Tribunal una primera confirmación acerca de las aseveraciones de la demanda: ese grupo de consumidores estaría así avalando lo que se manifiesta en la demanda.
Ello no ocurre con el opt-out.
Los clientes de una empresa la eligen. Adquieren sus productos o servicios. Quizás están satisfechos con lo que reciben. Por el contrario, no eligen ser representados por la asociación de consumidores. Así, el silencio de éstos se interpreta en forma positiva, obligándolos a manifestarse en caso de estar en desacuerdo.
Cabe aquí recordar que el sistema de Defensa del Consumidor repudia en general la contratación de servicios en la que el silencio del consumidor es interpretado como aceptación. Sin embargo, la adopta cuando se trata de un servicio jurídico: la representación y patrocinio prestados a través de una asociación de consumidores, obligando a éstos a manifestarse en caso de no querer quedar incluido en tal representación.
Esta no deja de ser una situación curiosa, casi paradojal.
¿Seguiremos así?
Todos los operadores saben que es necesario regular los procesos colectivos con una ley especialmente concebida para ellos. Si nuestro decimonónico sistema procesal ha quedado ya obsoleto para los juicios entre partes individuales, tanto más para este nuevo tipo de procesos.
La demora en sancionarla no se debe a la inexistencia de proyectos, que los ha habido y varios. Es más que probable que ello se deba a los intereses que puedan resultar afectados por el dictado de una ley equilibrada.
En los párrafos anteriores vimos algunos de los elementos que permiten afirmar que sólo existen incentivos, y hay una carencia total de riesgos, para quien quiera iniciar una demanda colectiva en materia de consumo.
Así, se puede iniciar una demanda imputando determinadas conductas incorrectas sin más prueba que la propia afirmación de la actora, eventualmente pidiendo medidas de prueba anticipadas, y requiriendo innumerables pericias técnicas (contables, económicas, actuariales, de informática, etcétera).
Y una vez concluido el litigio y rechazada la demanda, quien lo inició carecerá de responsabilidad alguna frente a los gastos que le causó a la demandada.
Es menester restaurar el equilibrio, separar la paja del trigo.
Las acciones colectivas deben servir para evitar conductas empresariales abusivas; pero ese incentivo económico que representa la posibilidad de llevar adelante una demanda colectiva, no debe transformarse en un abuso, esta vez, de signo opuesto.
Porque en cualquiera de ambos casos, el perjudicado será finalmente el consumidor.
Citas
[1] Lorenzetti, Ricardo L.: Justicia Colectiva, Rubinzal-Culzoni Editores, marzo 2010, págs. 30-33
[2] Conf: Leguisamón, Héctor Eduardo, Las Medidas Preparatorias del Proceso. Cita Online: AR/DOC/5766/2001
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