El Anteproyecto del Código Penal Argentino 2025 no es un simple ejercicio de ingeniería normativa, sino una instancia de revisión estructural largamente postergada, un sistema que durante décadas se sostuvo con alambres, parches y una retórica garantista que, en los hechos, dejó al ciudadano común a merced del delito. El centenario Código cuya vigencia centenaria fue sostenida más por inercia institucional que por coherencia sistémica, se encontraba agotado desde hace tiempo. Lo que subsistía era un entramado normativo fragmentado, erosionado por modificaciones legislativas inconexas y la proliferación de leyes penales especiales que, al superponerse, terminaron por desarticular la estructura dogmática originaria hasta tornarla prácticamente irreconocible. Hoy, al menos, alguien se anima a reconocerlo.
La iniciativa refundacional tiene un mérito inhabitual en nuestra tradición penal asume el costo político de decir lo que nadie quiso admitir, que el Derecho Penal argentino se volvió disfuncional, contradictorio e incapaz de ofrecer una respuesta seria frente a las nuevas formas de criminalidad. Ya no alcanza con “interpretar con sensibilidad” ni con discursos emotivos sobre una resocialización eterna que jamás llega. La realidad demostró que, en muchos casos, quien las hace, las paga o debería pagarlas... Y la sociedad, exhausta, espera que el Derecho Penal vuelva a ser un instrumento de tutela y no un decorado institucional.
Este Anteproyecto se desprende del fetichismo del garantismo declamativo y recupera un principio elemental del constitucionalismo penal: la ley existe para proteger bienes jurídicos reales, no para tranquilizar conciencias académicas. Por eso endurece penas donde corresponde, en delitos graves, criminalidad organizada, corrupción sistémica sin caer en inflaciones simbólicas. No vacila al incorporar figuras vinculadas a ataques digitales, fraudes masivos, violencia de género mediada por tecnología e inteligencia artificial utilizada como arma. Si el delito muta, la norma no puede seguir mirando hacia otro lado.
La protección de la víctima, tantas veces invocada y tan pocas veces materializada, adquiere aquí un protagonismo central. No es una concesión sentimental: es una corrección histórica. Un sistema penal que olvida a la víctima pierde legitimidad, y este Anteproyecto restituye el equilibrio allí donde la balanza llevaba décadas inclinada hacia la abstracción teórica. Menos romanticismo procesal; más realidad social.
La apuesta es clara: modernizar sin desbordar, fortalecer sin autoritarismos, ordenar sin sucumbir al populismo penal, pero también sin rendirse al garantismo sin pueblo. Exige responsabilidad institucional, rigor dogmático y, sobre todo, valentía política. No es un texto para tibios. Este Código propone una premisa tan simple como olvidada: el que daña, responde. El que destruye, repara. El que delinque, paga. No hay sutileza doctrinaria capaz de neutralizar esa verdad básica de convivencia democrática.
¿Es un Código perfecto? No, ninguno lo es. Pero por primera vez en décadas, Argentina presenta un texto que no teme ejercer el ius puniendi cuando la realidad lo exige. Un Código que no pide disculpas por proteger. Que no pretende agradar a quienes viven del discurso de la indulgencia permanente. Que invita a un debate incómodo, pero imprescindible ¿Queremos un Derecho Penal para defender a la sociedad o para tranquilizar conciencias académicas? ¿Queremos eficacia o gestos simbólicos? ¿Un Estado que actúe o uno que se declare impotente? La respuesta ya no admite indiferencia.
Si el Congreso está a la altura, el país podrá abandonar la anomia legislativa que tanto daño ha causado y dar un salto hacia un Derecho Penal racional, contemporáneo y eficaz. Si no, volveremos a lo de siempre: diagnósticos brillantes, reformas tímidas y un ciudadano que, cada vez con menos paciencia, sigue preguntándose cuándo la ley volverá a cumplir lo que promete.
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