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Martes 12 de Febrero de 2008
¿ A Quién le Hablan las Leyes Penales ?
La lectura de ciertos textos jurídicos puede causar perplejidad al lego, aunque me pregunto si no debiera comenzar a causar perplejidad aún en el especialista. Es sabido que las comunidades académicas, sean de la disciplina que sean, tienen tendencia a encerrarse en si mismas y circunscribir el debate a sus propios miembros. Incluso conforman un lenguaje propio, inaccesible al público en general y aún a profesionales de otros ámbitos. Claro está, esa situación no tiene la misma gravedad en todos los campos. Qué los físicos discutan entre si en un lenguaje incomprensible para el resto de los mortales es entendible.
La naturaleza de los problemas que intentan resolver exige un nivel de abstracción y de conocimientos implícitos que impiden que un debate teórico de relevancia pueda ser comprendido por quien no esté versado en la materia. Tampoco es una cuestión tan grave, cualquiera de nosotros puede vivir perfectamente sin conocimientos de física: nos basta con saber que apretando el interruptor se enciende la luz, con independencia de los complejos procesos que llevan a ese resultado.
Lo mismo sucede en otras disciplinas, y sinceramente no es preocupante que el común de la humanidad no entienda exactamente lo que están discutiendo los respectivos especialistas.
La cuestión, sin embargo, es radicalmente distinta para quienes nos dedicamos al Derecho. Dado que las normas jurídicas tienen por objeto regular conductas humanas, desincentivando aquellas consideradas socialmente disvaliosas, es del todo importante que las mismas puedan ser comprendidas por sus destinatarios. De otro modo, las personas no tendrían modo de adecuar sus conductas a tales reglas, que en definitiva pasarían a ser meros juguetes vistosos sin utilidad alguna.
Sin embargo cada vez más se acentúa la tendencia de los juristas a analizar las normas como si fueran parte de un sistema con una lógica y naturaleza propias, independiente de su función y de aquello que el común de los individuos pueda llegar a interpretar.
La cuestión, de por si grave, parece acentuarse en el campo del Derecho Penal, que paradójicamente resulta el campo más sensible del ordenamiento jurídico, dados los graves efectos que la aplicación de sus normas puede tener para la libertad, la propiedad y otros derechos básicos de los individuos.
Con toda ligereza toma el sabio del derecho penal las normas que amenazan los derechos más elementales de los ciudadanos y las disecciona buscando su naturaleza intrínseca y su recto sentido, hasta dejarlas en un estado en que el común de los mortales es incapaz de comprender. Que esto es una condición objetiva de punibilidad, que aquello es un elemento normativo del tipo, que esta palabrilla que anda por aquí no significa lo que normalmente se entendería si se la interpreta de acuerdo a tal o cual bien jurídico, que tal cosa está o no sujeta a pena según se adhiera a vaya a saber cual teoría de la acción, etc.
El penalista tortura a la norma tratando de adecuarla a lo que él entiende que es la verdad, y creo que precisamente aquí reside la raíz del problema: en Derecho no existe tal cosa como una “verdad” que pueda ser descubierta.
En efecto, los conceptos que maneja el penalista, contra lo que muchos creen, son meras convenciones lingüísticas detrás de las cuales no se esconde ninguna verdad objetiva.
Por ejemplo, y que me perdonen quienes vienen discutiendo la cuestión hace décadas, no existe tal cosa como un concepto verdadero de “acción”. La palabra “acción” no es más que una convención a través de la cual se denomina un conjunto de elementos, tales como pueden ser el movimiento corporal y la finalidad, pero no existe algo que intrínsecamente “sea” una acción. El conjunto de elementos que denota la palabra “acción” es esencialmente contingente, puede variar según el contexto, y ciertamente no se puede predicar que una particular definición del mismo sea “verdadera”, en el sentido de que se adecue a una supuesta naturaleza intrínseca de lo que una acción “es”.
De modo que las arduas discusiones en las que, por ejemplo, se trata de dilucidar la naturaleza jurídica de tal o cual conjunto de palabras insertas en determinada norma, como si tal naturaleza jurídica fuera una verdad que anida en un mundo ideal ajeno a lo que piensan y desean los eventuales polemistas, es en realidad algo que a nada puede conducir y que carece en rigor de toda utilidad.
Las construcciones conceptuales, en el Derecho, no pueden servir para otra cosa que a los fines explicativos, o para perseguir cierta unidad teleológica en las normas, pero jamás como aproximación a una verdad que no existe como tal.
La búsqueda de una verdad inexistente distrae a quienes se dedican al Derecho de sus tres funciones principales, que no son otras que las de legislar, interpretar las normas y explicarlas al público (tales las tareas de legisladores, abogados y jueces y docentes respectivamente). Además, les hace perder de vista que las normas no son creadas para el regodeo de un grupete de intelectuales, sino para el conjunto de los ciudadanos, que no tienen por qué conocer los pormenores teóricos de aquello que discuten los juristas, pero si necesitan tener una idea lo más acabada posible de aquello que las leyes dicen.
En el específico ámbito del Derecho Penal es extremadamente importante que la persona común y corriente pueda saber a ciencia cierta en qué casos y bajo que circunstancias podrá serle aplicada una pena, de modo de poder adecuar su conducta al mandato jurídico.
Lo antedicho no es más que consecuencia lógica de garantías constitucionales básicas tales como el principio de legalidad estricta en materia penal contenido en el art. 18 de la C.N., así como de la exigencia específicamente establecida en nuestro Código Penal respecto de que sólo es pasible de pena quien haya podido comprender la criminalidad de sus actos (art. 34, inc. 1º, a contrario sensu).
Como lo sostuviera Spolansky, “las leyes penales también están dirigidas a todos los habitantes capaces de comprender su significado, y éstos tienen que conocer: a) los hechos que han sido considerados relevantes para la razón o fundamento de la incriminación en cada caso previsto por la ley, y b) poder saber que a esos hechos se les asocia normativamente una sanción retributiva. Precisamente para alcanzar ese objetivo las leyes son previas y públicas”.
El enamoramiento respecto de la disquisición teórica hace que usualmente el jurista pierda de vista que el verdadero destinatario de la norma penal es el conjunto de individuos que componen la sociedad.
En conclusión, lo que debería importar al penalista es aquello que los destinatarios de la norma entienden o pueden entender que la norma “dice”, y no tanto aquello que según la perspectiva teórica que el penalista adopta como verdadera la norma “debería” decir.
Sostener lo contrario implica dotar a la disciplina jurídica de un carácter científico que no posee, y alejar al estudioso del Derecho de los problemas que la vida en sociedad impone resolver para confinarlo a un guetto cerrado de disputas metafísicas que no interesa más que a quienes viven de él.
Por Dr. Diego H. Goldman
Spolansky, Norberto; “Delito, error y excusas absolutorias”, separata de Cuadernos de Doctrina y Jurisprudencia Penal, Año III, Nros. 4 y 5, Ed. Ad-Hoc, pág. 117.
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