La caridad al servicio del terrorismo: ¿hipocresía o ingenuidad? El "blanqueo de políticas" coercitivas
Por Tomás Guido
Estudio Durrieu

1. Un panorama de la “lucha contra el terrorismo” en el sector caritativo

 

En tiempos de conflictos internacionales como los de hoy día, las organizaciones sin fines de lucro, no gubernamentales, suelen ser revalorizadas por su labor. El típico cliché en este asunto nos recuerda que, en épocas de agitación, las organizaciones no gubernamentales son “las primeras en llegar” y “las últimas en retirarse”. Desde luego, esa empresa se promueve con el fin de proporcionar algún tipo de ayuda social o humanitaria a las verdaderas víctimas del enfrentamiento, esto es, la población civil. Y se promueve aún cuando los propios gobiernos involucrados en el asunto no quieren —o no pueden— hacerlo. Al fin y al cabo, ¿quién le negaría ayuda a un niño en Ucrania que no tiene nada que ver con la guerra o a uno en Siria que acaba de perder a su familia en circunstancias para él desconocidas? Sin embargo, el quid de la cuestión no pasa por allí…

 

Para muchos, en especial para aquellos que dicen estar involucrados en la “lucha contra el terrorismo”, las organizaciones sin fines de lucro representan, hoy, un arma de doble filo. Casi una amenaza. Mientras estas buscan repeler la pobreza, el desamparo y la conmoción social, sus características organizativas las vuelven un riesgo; un riesgo de vehículo “noble” para el financiamiento de actividades terroristas.

 

Esta idea del doble filo y la peligrosidad de las ONG comenzó a crecer luego de lo sucedido con los atentados del 11 de septiembre. En aquel entonces salió a la luz una supuesta red internacional de organizaciones benéficas vinculadas a Al Qaeda[1]. Tras la detención de Omar al-Farouq, uno de los jefes operativos de Al Qaeda en el Sudeste Asiático, se conoció que las operaciones de esa organización en la región se financiaban a través de la fundación islámica Al Haramain, con sede en Arabia Saudita, la cual blanqueaba dinero de donantes de Oriente Medio. Parte de esto fue confirmado más tarde por los allanamientos que se realizaron en la Alta Comisión Saudí de Ayuda a Bosnia[2].

 

Así las cosas, la respuesta natural a todo esto fue la adopción de medidas a los fines de impedir que las organizaciones benéficas sean explotadas, a sabiendas o no, por terroristas. Más allá de la normativa interna que sancionó EE. UU. tras los atentados del 9/11[3], se destacó, en el plano del soft law internacional, lo dispuesto por el GAFI, en el típico formato de recomendaciones. Se sancionó por ese entonces la Recomendación Especial 8, dirigida al sector financiero —tanto para controladores como para actores activos de la mecánica financiera—, que pretendía poner freno a la financiación del terrorismo en el sector sin ánimo de lucro y de las ONG[4]. A pesar de que las recomendaciones del GAFI han tomado una desproporcionada relevancia en el mundo en las últimas décadas, más de veinte años después de los atentados de 2001, solo 19 jurisdicciones técnicamente cumplen con los estándares exigidos por la Recomendación Especial 8[5] .

 

Sí, el contexto en el que surgió aquella recomendación del GAFI era complicado. Aquel organismo, hasta ese momento, se encargaba de la vigilancia internacional por el blanqueo de dinero, labor que tenía poco que ver con las organizaciones sin fines de lucro. Sin embargo, a las pocas semanas de los atentados de Nueva York, se convirtió en responsable de extender un régimen de vigilancia financiera a un sector conocido por su independencia y neutralidad, un sector casi intocable hasta ese momento, con las consecuencias que eso trajo a la postre.

 

Indudablemente, confeccionar una normativa, con independencia de su fuerza vinculante, que identifique las deficiencias del sector caritativo sin perturbarlo, desnaturalizarlo y enredarlo era una tarea de proporciones mayores. Por desgracia, ni el GAFI ni ningún otro organismo internacional consiguieron esa empresa. Y aun cuando pueda alegarse la no vinculatoriedad de las “recomendaciones” de estos organismos, es bastante claro a la fecha que, en realidad, entidades como el GAFI, queremos o no, imponen criterios legislativos con una fuerza casi preceptiva.

 

En respuesta a las acusaciones de exceso de regulación, que naturalmente todavía hoy persisten, el GAFI introdujo entre el 2014 y 2015 un nuevo enfoque basado en el riesgo[6]. Este enfoque luego fue ampliado en noviembre de 2023[7]. Básicamente, desde ese momento se viene insistiendo en la idea de la “proporcionalidad”, en la aplicación de medidas “selectivas”, y en la realización constante de “evaluaciones de riesgos”. De alguna manera, se buscó con esto renovar los esfuerzos por “reforzar el cumplimiento” en los sectores sin ánimo de lucro en todo el mundo.

 

Como era de esperarse, el efecto buscado resultó ser diametralmente opuesto al efecto generado. Los conflictos armados internacionales siguieron suscitándose,  y las consecuencias de la excesiva regulación financiera en el campo de la caridad  no gubernamental quedó expuesta. Desde el conflicto sirio[8], que tiene ya larga data, hasta la ayuda humanitaria más reciente en Gaza[9], en todos esos escenarios quedó patente la injerencia del terrorismo en este plano de las organizaciones sin ánimo de lucro, y la ineficacia del plexo normativo internacional —y local— que busca prevenir esto.

 

2. ¿Consecuencias imprevistas o ceguera intencional?, ¿hipocresía o ingenuidad?

 

No hay controversia en el hecho de que, desde antaño, los paramilitares y los terroristas han explotado o utilizado a menudo a las organizaciones benéficas como fachada para recabar apoyos, en especial financiero. En los años setenta, por ejemplo, los terroristas republicanos irlandeses recaudaron fondos abiertamente en Estados Unidos a través de una organización benéfica que proporcionaba un barniz de legalidad y caridad —y considerables sumas de dinero— a su causa[10].

 

Hoy en día, la infiltración del terrorismo en el campo de las ONG es una verdad de perogrullo. Y los gobiernos parecen estar más prestos a investigar las denuncias contra la ayuda humanitaria que va a parar a manos equivocadas. La intervención norteamericana en Gaza de la mano de la OFAC es solo un ejemplo más de ello[11], al igual que lo puede ser el caso de los Tigres Tamiles, el grupo terrorista separatista de Sri Lanka que financiaba sus actividades con dinero recaudado para las víctimas del tsunami asiático de hace unos años[12].

 

Más aún, algunas de las organizaciones terroristas más proscritas y reconocidas prestan hoy en día amplios servicios públicos a las poblaciones de sus respectivos países, de las cuales ellos también obtienen apoyo —político, verbigracia, para darle un viso más de “legalidad” a sus verdaderas intenciones—. Hezbolá es el estereotipo perfecto de esto. El reconocido grupo de resistencia libanés, según se sabe desde hace tiempo, gestiona y comanda varios hospitales y clínicas, más de una decena de escuelas y hasta centros agrícolas y ganaderos[13]. Y aun cuando se quiera separar la finalidad “benéfica” de las operaciones terroristas, lo cierto es que los hechos han demostrado indudablemente que la naturaleza y esencia de estas organizaciones es una: el terrorismo.

 

Sin embargo, en tiempos de emergencia, el endurecimiento de los procedimientos para investigar posibles vínculos terroristas de las organizaciones benéficas puede tener consecuencias aveces contraproducentes. Este fue el caso con la respuesta humanitaria que se dio frente al devastador terremoto de 2015 en la región paquistaní de Cachemira; cuando se descubrió una red de organizaciones sin fines de lucro que, detrás de la supuesta ayuda humanitaria, recababan fondos para organizaciones paramilitares paquistaníes con nexos terroristas[14]. No cabe duda de que cuando los grupos terroristas mezclan fines benéficos con la insurgencia violenta en medio de poblaciones afligidas, el reto de los organismo de contralor  es desenmascarar la causa de los terroristas en lugar de reforzarla con más recursos financieros.

 

Como puede verse, encontrar el equilibrio es una tarea harto compleja que todavía hoy está irresuelta. Y aunque el GAFI recomiende medidas en este sentido que “no perturben ni desalienten las actividades benéficas legítimas”, y que “no restrinjan indebidamente la capacidad de las ONG de acceder a los recursos”[15], el vacío que dejan los servicios gubernamentales, ausentes o deficientes, frente a los conflictos armados —y hasta de las catástrofes naturales— solo está siendo llenado por fundaciones u organizaciones sin fines de lucro. Así es como en definitiva aparecen organizaciones benéficas de diversas parte del mundo que intervienen en la asistencia humanitaria.

 

Ahora bien, al margen de que regular eficazmente la captación de fondos en las ONG o fundaciones es harto complejo, tarea de no menor envergadura es distinguir entre la complicidad y el abuso en el seno de las organizaciones benéficas que terminan siendo utilizadas para financiar al terrorismo. Seguramente la mayoría preferirá presumir lo segundo, que hay un abuso. Tal vez ese abuso sea debido al lugar dónde llevan adelante sus actividades humanitarias estas entidades, lugares que son conflictivos e intrincados por naturaleza. O quizás sea por una supervisión deficiente y hasta ingenua, lo cual colocaría a la causación del problema dentro de la propia organización. En definitiva, la diferencia entre abuso y complicidad parece ser el quid de la cuestión.

 

Y si bien los escenarios pueden ser dos, abusadas o cómplices, las modalidades de ambas hipótesis pueden variar, como la realidad lo viene demostrando, ingeniosa y casi ilimitadamente. Pueden variar, verbigracia, en función de si el abuso lo cometen personas desde “dentro” o desde “afuera”. En el primer caso, son importantes las medidas de refuerzo de la gobernanza, la supervisión y el control financiero. En el segundo, sería pertinente el intercambio de información con las autoridades de contralor nacionales —y supranacionales, de corresponder— sobre las identidades, orígenes de fondos, seguimiento del dinero  y demás medidas, tanto respecto de los donadores como de los beneficiarios.

 

Dado que la filantropía normalmente tiene raíces culturales e históricas, muchas de las prácticas financieras que en otros sectores se realizan para la prevención del financiamiento del terrorismo aquí causarían efectos significante negativos. Recibir donaciones anónimas en efectivo, por ejemplo, puede ser normal para algunas organizaciones benéficas, pero sería inaudito en un banco. Intentar imponer medidas genéricas que son aplicadas en otros sectores aquí, lejos de reconocer la idiosincrasia benéfica y ponderar los matices de contexto, desnaturaliza y obstaculiza la función de las ONG y fundaciones.

 

En ese sentido, como ya adelanté, me cabe ninguna duda de que los criterios que la Recomendación 8 baja terminan generando normas nacionales que dificultan más y más la intervención —neutral— de las organizaciones benéficas en los conflictos en los que estas se inmiscuyen. Limitada de esa forma la actividad de la sociedad civil, me animo a decir que no sirve de mucho persistir en la idea de la ayuda humanitaria… Quien diría que antes de hacer una donación uno tiene que pasar por un asiduo control, símil al que atravesaría si estuviera solicitando un préstamo bancario.

 

No digo nada novedoso si planteo que hay que revisar no solo la interpretación, sino la redacción misma de la Recomendación 8. El propio GAFI lo  ha hecho, resaltando la necesidad de un “diálogo bidireccional” al momento de retocar las notas interpretativas de esa recomendación[16]. De hecho, es interesante que es el mismo GAFI el que abiertamente reconoce las unintended consequences of the FAFT standards.Un breve y conciso documento lanzado en el 2021 el organismo manifestó parte de esto que vengo poniendo de relieve. Allí sostuvo que su objetivo con ese documento, con base en los plenarios de julio y octubre de 2021, fue “identificar y comprender en qué medida y de qué manera se están produciendo estas consecuencias no deseadas” a partir de esta regulación.

 

Allí también empezó a hablarse más abiertamente de lo que el GAFI venía llamando “de-risking” —derivado de otro término, “de-banking”—: “fenómeno en el que las instituciones financieras terminan o restringen las relaciones comerciales con sus clientes para evitar —en lugar de gestionar— el riesgo”[17]. O sea, en vez de hacer un “enfoque basado en el riesgo” estimado por el GAFI, las instituciones terminan la relación con sus clientes por los potenciales riesgos que estos últimos traerían —sí, hipotéticamente— aparejados.

 

Nótese como ya se vislumbra con claridad, con la utilización de estos términos, lo que se está produciendo con la imposición de estos criterios de regulación nacional. Más aún, se han identificado, en principio, tres consecuencias negativas claras provocadas por la imposición de los estándares del GAFI; a saber: (i) la disminución del riesgo aparejada con la no buscada exclusión o terminación financiera (i. e., terminación voluntaria de la relación comercial con el cliente); (ii) la supresión de las organizaciones sin ánimo de lucro, que se sigue de lo anterior, (iii) y las amenazas a los derechos humanos fundamentales derivadas del mal uso de las normas internacionales. Y aunque el GAFI suele sugerir, explícitamente, que sus recomendaciones se apliquen en consonancia con la legislación internacional sobre derechos humanos, este documento muestra casos de lo que vengo advirtiendo, esto es, de una marcada “sobrerregulación” en el sector benéfico.

 

Yendo todavía más allá, por qué no poner en duda que esta sobreregulación no sea en realidad una “legitimación de la coerción y la represión” estatal sobre un sector determinado de la economía. En otras palabras, podemos estar frente a un “blanqueo de políticas”. Es decir, políticas  globales provenientes de, por ejemplo, el GAFI, como la Recomendación 8, que son utilizadas por los gobiernos nacionales para legitimar una regulación más coercitiva y represiva, que legalice una mayor vigilancia y avale más controles sobre la sociedad[18].

 

Sin perjuicio de lo dicho, es indiscutido que las regulaciones que se generan a partir de estándares como la Recomendación 8 generan problemas mayores está en países en donde las organizaciones sin fines de lucro forman una parte integral del tejido social o de lo que se suele denominar “sociedad civil”.

 

Países como Egipto, Sierra Leona, Tunisia, por mencionar solo algunos, son países en donde parte de la comunidad tiene estrechos vínculos con organizaciones, ONG, fundaciones y grupos de derechos humanos. En ellos, estas instituciones se enfrentan, además de a los desafíos que ya tienen por la actividad que pretenden realizar, a sospechas, coacciones y hostilidad —hasta de índole normativo— por parte de los Estados constantemente. Por el contrario, países como el Reino Unido, harto regulado pero sin las características de los países anteriores, informan muy bajos niveles de acusaciones por fraude y hasta financiación del terrorismo en el sector[19].

 

En fin, la hipótesis es simple: cuando los organismos internacionales alientan a los Estados a adoptar regímenes regulatorios determinados como la Recomendación 8 del GAFI, hay un riesgo inherente y patente muy alto de que estos “estándares” globales sean utilizados para “restringir” indebidamente las actividades legítimas de los particulares, en este caso, de las organizaciones sin fines de lucro; las cuales, por ejemplo, podrían estar ayudando a un sector de la población que es no grata para el gobierno de turno.

 

3. La idea de una normativa “basada en el riesgo” como “antídoto”: el “blanqueo de políticas” excesivas

 

Veníamos explicando cómo las organizaciones terroristas pueden aprovecharse de las organizaciones benéficas como vehículos de financiamiento —para no hablar de un escenario en donde haya una negligencia fingida de estas últimas—. Hablamos también de cómo la normativa internacional afecta de sobremanera a la actividad en este rubro caritativo. Siguiendo con esas ideas, los terroristas pueden aprovecharse de muchas formas de las organizaciones benéficas. Los casos son diversos, pero van desde daños físicos hasta poner a las organizaciones benéficas en el punto de mira de los medios de comunicación, dañando así su reputación[20] .

 

Si bien las vulnerabilidades del sector no lucrativo existen, estas a menudo se equiparan de forma errónea y automática con las de otros sectores como el financiero o bancario, calificándolo así de un alto riesgo de abuso terrorista[21] . Esta es la razón del exceso de regulación del que hemos hablado, el cual dificulta el funcionamiento, el acceso y el desembolso de fondos de estas organizaciones benéficas. Se produjo así un efecto contraproducente: obligar a las entidades referidas a que sus flujos de financiación pasen a la clandestinidad; o, en defecto de ello, a interrumpir por completo su financiamiento.

 

En esa puja, aparece la nota interpretativa a la Recomendación 8, en la cual el GAFI postula, como solución a la dualidad de escenarios descripta, abordar el problema desde un “enfoque basado en el riesgo”. De ese modo, el GAFI planteó que aún cuando las organizaciones se inclinen por el cese de las relaciones con sus donantes, estarían incumpliendo la normativa. Pues, adujo el GAFI, “no tener en cuenta, de forma seria y exhaustiva, el nivel de riesgo”, o “las medidas de mitigación del riesgo”, para clientes individuales dentro de un sector concreto, puede incrementar el riesgo y la opacidad en el sistema financiero mundial, lo que no contribuye en nada a reducir la financiación del terrorismo[22].

 

La introducción de un enfoque basado en el riesgo implica señalar dónde las amenazas pueden explotar las vulnerabilidades, o al menos eso es lo que sostiene el GAFI con esta nueva perspectiva. Todo esto supone prestar atención a los beneficiarios, la proximidad a una zona de conflicto y los tipos de recursos caritativos que se desembolsan, así como su origen, destino y modalidad de transferencia. La idea detrás de ello parece ser noble: ser más preciso a la hora de identificar amenazas y vulnerabilidades concretas debería reducir la carga normativa, que era el problema que suscitó inicialmente la Recomendación 8. Significa que el registro, el intercambio de información, la auditoría y el mantenimiento de registros se refuerzan allí donde es necesario.

 

Aunque las organizaciones sin fines de lucro no son necesariamente reacias a la regulación, y a pesar de que organismos como el Fondo Mundial recomiendan “evaluaciones de riesgo” en el sector de la mano del “diálogo” entre los Estados y las organizaciones[23], muchas fundaciones insisten, a mi modo de ver con acierto, en la necesidad de una regulación proporcionada que proteja la libertad de asociación y el acceso a los servicios financieros en el rubro[24].

 

Al final de cuentas, creo que el sector de las organizaciones sin ánimo de lucro debe ser correctamente distinguido del entorno y del riesgo general, para conseguir una intervención específica y proporcionada en ese sector. Así se podrían abordar las circunstancias únicas del sector. Ahora, no me parece que esta idea hacia un enfoque basado en el riesgo que hace hincapié en medidas de cumplimiento  que parecen aún más rigurosas y de difícil implementación que las primigenias prácticas sea la solución; por más que se diga que lo que se busca con este enfoque es lograr medidas proporcionadas, específicas y eficaces.

 

No podemos desconocer, asimismo, que las investigaciones y las medidas coercitivas siempre tienen más probabilidades de éxito para la identificación de casos de financiación del terrorismo cuando son específicas, concretas y consistentes. El problema es que la evaluación selectiva del riesgo exige que el Estado cargue más y mayores obligaciones en los privados, quienes deberán asimilar mejor toda la información que pasa por sus manos a los fines de evitar que las organizaciones terroristas puedan colarse entre sus dedos y se inmiscuyan en sus operaciones en búsqueda de financiamiento. Desde ya, en este asunto también tienen su parte los gobiernos, quienes pueden asumir parte esas tareas cuando son más proactivos[25].

 

Al final de cuentas, amén de que soy escéptico a la idea del “diálogo”, es evidente que se necesita de colaboración con el sector caritativo a los efectos de levantar el pie de su cabeza que significa toda la regulación creada a partir de la Recomendación 8 del GAFI. Y eso es lo que se empezó a ver con la formación de una alianza de organizaciones y de empresas, entre ellas instituciones de microfinanciación, contra el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo en el sector[26]. Una alianza que, al final de cuentas, nos viene a proponer una aproximación a lo que se podría llamar una “autorregulación”, pero supeditada a estándares como el AML 30000[27]. Quizá, sea este el camino para salir de la negligencia —o hipocresía— en la que se encuentra el sector de las organizaciones sin fines de lucro.

 

 

Estudio Durrieu
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Citas

[1] Para más al respecto de esta red, sugiero leer Matthew Levitt, “Charitable Organizations and Terrorist Financing: A War on Terror Status-Check”, The Washington Institute for Near East Policy, 19/4/2004, fecha de consulta: 27/6/24.

[2] Véase Romesh Ratnesar, Confessions of an Al-Qaeda Terrorist, time.com, 15/9/2002, fecha de consulta: 27/6/24. En esos allanamientos, realizados por las fuerzas de la OTAN, se encontraron en la Alta Comisión Saudí de Ayuda a Bosnia (fundada por el príncipe Selman bin Abd al-Aziz y apoyada por el rey Fahd) fotografías del antes y el después del World Trade Center y de las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Afganistán; mapas de edificios gubernamentales en Washington; material para falsificar insignias del Departamento de Estado de EE. UU.; archivos sobre el uso de aviones fumigadores; y material antisemita y antiamericano dirigido a los niños. Las autoridades descubrieron rápidamente que faltaban 41 millones de dólares de los fondos operativos de aquella comisión.

[3] Para más a este respecto, véase T. A. Guido, “¿Estamos haciendo lo suficiente para combatir al terrorismo y su financiamiento?”, Rubinzal-Culzoni, Revista de Derecho Penal Económico 2021-2, al cuidado de E. A. Donna, diciembre de 2021, ISBN: 978-987-30-3159-5.

[4] Recordemos, aquella recomendación dispuso lo siguiente: “Los países deben revisar la adecuación de las leyes y reglamentos referidos a entidades que pueden ser utilizadas indebidamente para la financiación del terrorismo. Las organizaciones sin fines de lucro son particularmente vulnerables y los países deben asegurar que las mismas no sean utilizadas ilegalmente: (i) por organizaciones terroristas que aparezcan como entidades legales; (ii) para explotar entidades legales como conducto para la financiación del terrorismo, incluyendo el propósito de evitar las medidas de congelamiento de activos, y (iii) para esconder y ocultar el desvío clandestino de fondos destinados a propósitos legales hacia organizaciones terroristas”.

[5] Véase GAFI, Evaluaciones Mutuas, última actualización: 24/6/24, fecha de consulta: 27/6/24.

[6] Véase GAFI, Risk of terrorist abuse in non-profit organisations, junio de 2014, fecha de consulta: 27/6/24.

[7] Véase GAFI, Best Practices on Combating the Abuse of Non-Profit Organisations, noviembre de 2023, fecha de consulta: 27/6/24.

[8] Véase, p. ej., Syria aid convoys: Two guilty over terror funding, BBC, 26/12/16, fecha de consulta: 27/6/24.

[9] Véase, v. gr., Treasury Sanctions Hamas-Aligned Terrorist Fundraising Network, U.S. Department of the Treasury, 27/3/24, fecha de consulta: 27/6/24. 

[10] Véase Fund‐Raising by a Group in U.S. Called Vital to I.R.A. Operations, NY Times, 24/9/79, fecha de consulta: 27/6/24.  

[11] Ibidem nota al pie 10.

[12] Véase Tormenting the Tamils with our terror laws, ABC News, 31/3/2010, fecha de consulta: 27/6/24.  

[13] Véase The many hands and faces of Hezbollah, The New Humanitarian, 29/3/2006, fecha de consulta: 27/6/24.  

[14] Véase Militant-linked charity on front line of Pakistan quake aid, Reuters, 30/10/2015, fecha de consulta: 27/6/24.  

[15] Véase GAFI, Recomendación 8, Best Practices, junio de 2015, fecha de consulta: 27/6/24.   

[16] Ibidem.

[17] Véase GAFI, High-Level Synopsis of the Stocktake of the Unintended Consequences of the FAFT Standards, octubre de 2021, fecha de consulta: 29/6/24. 

[18] Véase Transnational Institute y Statewatch, Counter-terrorism, ‘policy laundering’ and the FAFT, febrero de 2012, fecha de consulta: 29/6/24.

[19] Véase Charity Commission for England and Wales, Tackling abuse and mismanagement 2014-15, reporte, diciembre de 2015, fecha de consulta: 29/6/24.

[20] Véase, v. gr., Jerusalem Post, World Vision defendant’s dad makes new revelations to Jpost on case, marzo de 2021, fecha de consulta: 29/6/24.

[21] Ibidem, nota al pie nro. 7.

[22] Véase GAFIC, Nota interpretativa de la Recomendación 8, fecha de consulta: 29/6/24.

[23] Véase EU AML/CFT, Terrorist financing and the non-profit sector: the case for deepening dialogue and cooperation, mayo de 2021, fecha de consulta: 29/6/24.

[24] Véase, Open Government Partnership, Security and Freedom of Association in Uganda and Nigeria, mayo de 2019, fecha de consulta: 29/6/24.   

[25] Véase, como ejemplo de esa proactividad, la campaña del gobierno inglés en favor de la situación de desamparo que se vive en Siria (fecha de consulta: 29/6/24).

[26] Véase EU AML/CFT, Tackling dirty money while supporting financial inclusion – an innovation in regulation of microfinance, Abril de 2021, fecha de consulta: 29/6/24. Véase también, como una respuesta similar en Asia, Community World Service, Asia, Impact of the FATF standards on the non-profit sector during COVID-19, julio de 2020, fecha de consulta: 29/6/24.

[27] Para más sobre el AML 30000, véase https://www.aml30000.com/, fecha de consulta: 29/6/24.

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