Cabe atribuir nuestra grave y endémica situación laboral a la Justicia del Trabajo con igual importancia que a la mala legislación. Nacida por un decreto de Perón en 1944, con jueces designados de igual forma que juraron ante el presidente Farrell y ante él mismo porque la Corte Suprema se negó. Se promovió con una supuesta función protectora, pro operario y, en vez de sacudirse con el tiempo esos principios disvaliosos, se consolidaron como verdades absolutas; nunca se libró de ese pecado original y, con altibajos, en los últimos años empeoró. La Justicia no puede tener ningún sesgo por loable que parezca porque pierde su principal virtud: la imparcialidad.
Muchos de los primeros países del mundo no tienen un fuero especial del trabajo; no lo hay en EE.UU., donde miles de migrantes arriesgan su vida por ingresar y mejorar con trabajo su calidad de vida. Tampoco lo tienen Noruega ni Nueva Zelanda, calificadas como los mejores sistemas judiciales.
En sus 80 años de existencia nuestra Justicia Laboral nunca justificó ser un fuero especial, nunca fue un factor de conciliación entre las relaciones individuales del trabajo. Nuestros empleadores deben ser muy valientes: al álea de todo emprendimiento, contratar a una persona pone en riesgo al negocio, al dueño, a los otros empleados y a las familias; ¿es natural que una persona decente, de trabajo, le tenga miedo a la Justicia? Aquí reside la principal causa del desempleo o del empleo informal.
Y si en un caso particular un trabajador resulta beneficiado por este fuero, en conjunto ha perjudicado al país, a los ciudadanos (salvo abogados y peritos). Las grandes empresas pueden trasladar estos costos a los precios, por lo que todos –los mismos trabajadores– lo terminan pagando; pero esto no rige para las pymes y así quebraron muchas, y en algún caso ha destruido oficios centenarios como el de los caddies. Hay que poner en la misma balanza del otro lado que los trabajadores, a las 1.700.000 pymes de las que 540.000 son empleadoras, y el resto que o son informales o potencialmente lo son.
También hay que profundizar en la industria del juicio; por qué en Nueva Zelanda hay menos de 300 juicios laborales y aquí, en PBA, hay más de 120.000. Hay muchos incentivos para litigar: el trabajador no tiene riesgos por las costas; los peritos cobran sobre el monto del pleito, aunque sea irracional (una verdadera extorsión para el empleador que debe pagar, aunque gane el juicio).
Hay una industria del juicio denunciada sin éxito por varios expresidentes de la Nación. Algunos notorios abogados del statu quo como Recalde o Rizzo (expresidente del Colegio de la Abogacía) la niegan diciendo que se debe a una casta de empleadores que son incumplidores seriales.
No hay caducidad de instancia, lo que alivia a los actores y deja abiertos eternamente juicios como pasivos contingentes. Los centros de conciliación son más de presión, con funcionarios que creen que se quitan trabajo, cuando, en verdad alientan nuevos juicios. La realidad judicial ha puesto en riesgo el régimen de ART, que es una buena solución. En cuanto a las soluciones, la primera pregunta es si no hay que eliminar el fuero del trabajo y fusionarlo con los tribunales civiles y comerciales y tramitar allí los reclamos. De lo que no hay ninguna duda es de que la situación debe cambiar. Los esfuerzos del Gobierno por mejorar la situación se concentran en las normas, pero de nada servirán si el órgano de aplicación no mejora: con medidas cautelares ya la Justicia Laboral bloqueó sus dos primeros decretos.
Claramente hay que distinguir entre las empresas y las pymes, no solo en la normativa y los impuestos sino en régimen judicial. Hay que hacer una auditoría del fuero, revisar cuando se ha condenado a terceros o sentenciado montos inverosímiles, investigar relaciones entre jueces y el personal con los abogados y con los peritos. Deben sancionarse severamente los reclamos irrazonables, la plus petición. Hay que revisar los honorarios y el momento en que se perciben. Y terminar con el régimen de los peritos, incentivados a potenciar los montos para mejorar sus ingresos.
Debe terminarse con la relación impúdica entre sindicatos y Justicia Laboral que existe pese a que el origen del fuero apuntaba a las relaciones individuales del trabajo; aislarlos como factor de presión, dejarlos sin ninguna injerencia, especialmente en las designaciones.
Y hay que reclamar de los Colegios de Abogados un verdadero control sobre sus miembros. Por obligación debemos ser los primeros jueces del caso, y recomendar el pleito solo en última instancia; pero ocurre lo contrario. Y aun estudiar la posibilidad de que el actor pueda reclamar sin abogados, garantizando la más completa información a los eventuales afectados.
Las malas leyes pueden mejorarse con buenos jueces, pero nunca a la inversa. Lamentablemente en la Argentina padecemos ambos males. No tendremos desarrollo sin seguridad jurídica y sin hacer crecer el empleo; no en referencia a los trabajadores “calificados” que requieren una gran inversión, sino de los trabajos comunes.
Si el panorama no es el descripto, ¿por qué el Estado argentino es el principal empleador informal? Y, también, ¿por qué existe una justicia diferente para empleados públicos? Naturalmente, esta visión hipercrítica del fuero sería injusta si no rescatara la figura de muchos excelentes y probos magistrados que existieron en todas las épocas, pero que no fueron suficientes para cambiar la realidad del fuero.
Citas
(*) Artículo reproducido con expresa autorización del auto, originalmente publicado en el diario La Nación, https://www.lanacion.com.ar/opinion/justicia-laboral-vs-trabajadores-nid25062025/
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