Hay modas en el mundo jurídico que van y vienen: el lean, el design thinking, el legal tech, el café de cápsulas en la sala de reuniones o las botellas de agua estilosa que no se abren.
Pero algunas tendencias dejan de ser moda y se convierten en estructura. El Legal Project Management (LPM) es una de ellas.
Durante años, muchos despachos pensaron que el LPM era una rareza anglosajona: algo para firmas con cientos de abogados y clientes globales. Hoy, sin embargo, hasta el despacho de tamaño medio que factura por horas empieza a mirar de reojo al project management y a preguntarse si no está perdiendo algo más que tiempo.
Un Legal Project Manager (LPM) no es, como algunos temen, un “gestor de tareas con PowerPoint”. Tampoco es un abogado frustrado ni un asistente con título nuevo.
Es, en esencia, la persona que ayuda a que los asuntos legales se gestionen con método, previsión y sentido común.
En los grandes despachos, este perfil ya es habitual: profesionales (a menudo no abogados) que planifican, presupuestan, coordinan equipos, controlan riesgos y, sobre todo, se aseguran de que el cliente reciba lo que necesita, cuando lo necesita, sin sorpresas en la factura.
En los despachos pequeños o medianos, más que el rol, existe la función. La asumen los propios abogados, con más o menos método. Son quienes intentan, a la vez, redactar el contrato, hablar con el cliente, enviar el informe y apagar el incendio que se encendió en otro asunto. La diferencia está en el enfoque: el LPM no trabaja “a salto de mata”; trabaja con un plan (aunque sepa improvisar tirando del método y de la experiencia cuando el plan vuela por los aires, que es casi siempre).
Y en los departamentos de asesoría jurídica interna, el LPM se integra dentro del movimiento de las Legal Operations. Allí se habla de eficiencia, de datos, de procesos, de tecnología... y de cómo hacer que el área legal deje de ser un cuello de botella y se convierta en un socio estratégico del negocio.
Según el último estudio del International Institute of Legal Project Management (IILPM), que recogió la visión de 61 profesionales de todo el mundo, el crecimiento del LPM es imparable:
- El 59% de las organizaciones reportó un aumento moderado en su adopción en los últimos tres años, y un 21% un incremento significativo.
- Las razones principales: eficiencia (36%) y control de costes (31%).
- Las barreras: resistencia al cambio (56%) y falta de formación (27%).
- La metodología dominante: híbrida (43%), combinando lo tradicional con lo ágil.
- La tecnología: vista como “muy importante” por un 38%, aunque solo el 18% la considera “esencial”.
- Y la IA: un 43% prevé que tendrá un impacto “significativo” y un 25% cree que será “transformacional”.
En otras palabras: el LPM ha dejado de ser una curiosidad y se está convirtiendo en una competencia básica para quienes gestionan asuntos legales con la cabeza y no solo con el reloj para facturar.
¿Por qué tener un LPM (o al menos pensar como uno)? Porque el LPM introduce en el despacho algo que los abogados rara vez estudian: la gestión. Los abogados saben analizar, argumentar, negociar, pero pocos saben planificar, estimar o coordinar. Y, sin embargo, gestionan proyectos todo el tiempo.
El LPM aporta estructura a lo que antes era puro caos: define objetivos, delimita alcance, distribuye tareas, mide avances y anticipa desviaciones. En definitiva, convierte el trabajo jurídico en algo gestionable.
¿Resultado? Menos incendios, menos sorpresas, más margen, más clientes contentos.
Está claro que seguimos con ese 56 % de resistentes. Justo ayer, en un curso sobre Legal Project Management, un par de participantes, abogados in-house, me confesaban, con resignación, que la planificación en su empresa era “imposible”. Me contaban que los asuntos les llegan en el último minuto, con plazos imposibles y recursos escasos. En otras palabras: el caos como política de empresa.
En algunos casos es cierto: vivimos en entornos complejos que se mueven rápidamente y sin coordinación, pero también hay una verdad un poco incómoda: a veces estamos enamorado del caos. Lo llamamos “dinamismo” y pensamos que somos muy buenos en sobrevivir en nuestro día a día, pero muchas veces se trata simplemente de desorganización sofisticada. Nos gusta pensar que trabajar bajo presión es lo normal y lo inevitable, aunque nos hace más cansados y menos eficientes.
Hay una explicación para eso: ya sabéis que me apoyo en la neurociencia para entender mejor el sector. Desde la neurociencia, se sabe que el cerebro humano está diseñado para buscar la supervivencia, no la eficiencia. Cuando trabajamos en modo “caos”, resolviendo urgencias, apagando fuegos o corriendo contra el reloj, el cerebro libera dopamina y adrenalina, los neurotransmisores de la recompensa y la excitación. Esa mezcla nos hace sentir vivos, productivos, incluso brillantes, aunque en realidad estemos simplemente reaccionando. En cambio, detenerse a planificar activa zonas del cerebro asociadas al control ejecutivo (como la corteza prefrontal), que demandan más esfuerzo cognitivo y menos gratificación inmediata. Es decir: ordenar requiere energía y disciplina, mientras que improvisar alimenta la sensación, falsa pero adictiva, de estar en control. Por eso, aunque racionalmente sepamos que el orden mejora los resultados, emocionalmente preferimos la adrenalina del caos. Esto lo hemos comentado en otro artículo: el abogado bombero vs. el abogado ingeniero.
De allí la resistencia. Sin embargo, el LPM, bien entendido, no mata la espontaneidad ni impone burocracia. Lo que hace es crear un marco de trabajo que permite improvisar con sentido. No se trata de llenar hojas de ruta, sino de tomar mejores decisiones con información más clara.
Lo curioso, y aquí está la ironía, es que precisamente en esos entornos donde todo parece imprevisible y caótico, el project management funciona mejor. Porque donde hay prisa, incertidumbre y presión, hay margen para mejorar. Y si algo ha demostrado la historia del Project Management es que nació, precisamente, para poner orden en medio del desorden.
De hecho, el concepto moderno de gestión de proyectos y la idea de una “oficina de proyectos” surgieron durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los gobiernos necesitaban coordinar recursos, personas y tecnologías en operaciones de una complejidad nunca vista. No se trataba de planificar por gusto, sino por supervivencia. La planificación no era una opción: era la diferencia entre que un proyecto (un puente, un radar o un avión) llegara a tiempo o no llegara nunca.
Los primeros métodos de planificación estructurada, como el Critical Path Method (CPM) o el PERT (Program Evaluation and Review Technique), nacieron precisamente para gestionar lo imposible: proyectos con miles de dependencias, equipos distribuidos por todo el mundo y un nivel de urgencia que no admitía errores. Aquello fue el laboratorio donde se forjó la disciplina que hoy aplicamos, a otra escala, en nuestros despachos y departamentos jurídicos.
Así que, aunque a veces las asesorías jurídicas o los despachos puedan parecer campos de batalla donde los plazos explotan sin previo aviso, los recursos se agotan y los clientes reclaman refuerzos, el Project Management ya ha sobrevivido a escenarios bastante peores. Si pudo ayudar a coordinar ejércitos, fábricas y operaciones de guerra, puede, sin duda, ayudarnos a gestionar un cierre de trimestre o una due diligence a contrarreloj.
Porque, al final, incluso en el frente jurídico, un poco de estrategia sigue siendo la mejor defensa. No es magia. Es método. Pero claro, el método exige disciplina, y en los despachos, intentar hacer las cosas de forma diferente muchas veces se considera un atentado contra el ego.
Lo cierto es que no siempre la PMO (Project Management Office) ha sido una brújula; más bien ha terminado por ser la oficina de la burocracia. En otros sectores, durante años se pensó que bastaba con crear una Project Management Office (PMO) para garantizar el éxito de los proyectos. El resultado fue decepcionante.
Muchas PMOs se convirtieron en lo que alguien llamó “fábricas de informes”: plantillas interminables, semáforos verdes que ocultaban proyectos en llamas y reuniones de seguimiento que no cambiaban ninguna decisión.
¿El problema? Confundieron control con gobernanza. Controlar es medir lo que ya ha pasado; gobernar es anticipar lo que puede pasar. Dicho eso, lo inteligente es no repetir errores, sino aprender de ello, así que, si alguna vez montamos una “Oficina de Proyecto Legal”, debe ser ligera, útil y con autoridad real. No una máquina de Excel, sino un motor de decisiones.
Finalmente, creo que hay que hacerse una última pregunta, que es inevitable en el momento que vivimos: ¿Y qué pasa con la inteligencia artificial? ¿Sustituirá la IA al Legal Project Manager?
Mi respuesta es no; aunque planteará cambios, por supuesto. La IA puede hacer muchas cosas: generar informes, detectar riesgos, elaborar cronogramas, analizar costes y automatizar tareas repetitivas.
Sin embargo, la gestión de proyectos, y más aún, de proyectos jurídicos, es profundamente humana. Porque no se trata solo de tareas y plazos. Se trata de personas. De convencer a un socio escéptico, de calmar a un cliente nervioso, de motivar a un equipo agotado, de decidir qué batalla vale la pena dar y cuál es mejor dejar pasar.
La IA no lee entre líneas. No mide tensiones. No inspira confianza. Un buen LPM, sí.
El futuro no será IA en lugar de personas. Será personas potenciadas por IA. Ese será el verdadero salto: equipos jurídicos más analíticos, más rápidos, más conscientes, con herramientas inteligentes que les liberen tiempo para lo que solo los humanos pueden hacer: pensar, liderar, conectar.
Todo está en considerar el LPmanager un rol estratégico, no operativo. El error más común es ver al LPM como “el que organiza”, sin embargo, el LPManager no organiza: orquesta.
Su papel no es el de un asistente, sino el de un estratega. Ayuda al socio a traducir el encargo del cliente en un plan de acción viable, alinear expectativas, asignar recursos y anticipar cuellos de botella. Cuando el LPM tiene voz en las decisiones, los proyectos salen mejor. Cuando solo tiene voz para pedir informes, los proyectos se eternizan.
Entonces, ¿necesitas un Legal Project Manager?
Si diriges un gran despacho, probablemente ya lo tienes (o lo necesitarás pronto).
Si estás en un despacho pequeño, quizás no necesites la figura, pero sí la mentalidad.
Si lideras un departamento jurídico, el LPM es tu aliado natural en la transformación de las Legal Operations.
Si no lo necesitas, quizás seas tú y aún no lo sabes.
Y si crees que “esto no va contigo”, tal vez valga la pena preguntarte cuánto tiempo pierdes cada semana en correos, reuniones y rectificaciones que un poco de gestión previa habría evitado.
El Legal Project Management no es un fin en sí mismo, ni una moda, ni una imposición de los clientes más exigentes, aunque sí lo están empezando a imponer. Es una forma de hacer las cosas mejor.
Porque, al final, no se trata de matar el caos, que a veces es inevitable, sino de aprender a navegarlo con método, humanidad y propósito.
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