En el vasto mundo del Derecho, no todos los temas llegan a la Suprema Corte de Justicia (“la SCJ”). A veces siquiera llegan a los estrados judiciales en general. Otras veces llegan a la Corte de manera algo parcial, dejando abiertas otras tantas cuestiones, por ser ajenas a los puntos ventilados en el litigio. De modo que son pocos los temas en los cuales nuestro máximo órgano judicial logra aportar su visión -de manera acabada, orgánica y sistemática- sobre el conjunto de ángulos o de perspectivas que hacen al tratamiento del tema. La extinción de los contratos de duración en general, y de distribución en particular, integra esta última categoría.
I. Antecedentes
La jurisprudencia de la SCJ ahora convocada, se remonta al recordado caso Banco de Seguros del Estado, fallado por la SCJ en 1989. En un fallo dividido (3 a 2), la sentencia de la Corte -redactada por García Otero- se pronunció a favor de la validez y eficacia de las cláusulas que, en un contrato de plazo determinado, reconocen a las partes el derecho de rescindir unilateralmente el contrato sin expresión de causa, incluso cuando el plazo contractual se encuentra vigente. Hasta donde nos consta, es ése el único caso en el cual la Corte abordó la la validez de la eficacia del receso unilateral incausado en el marco de un contrato de plazo determinado vigente. Luego de transcurridos más de 20 años de aquel fallo tan fermental, la doctrina de la Corte habría de recibir el espaldarazo académico de Jorge Gamarra.
Algunos años antes, en el caso Fábrica Nacional de Cerveza fallado en 2003, la Alta Corte había vuelto a tratar la cuestión desde un nuevo ángulo: la no renovación del contrato de distribución de plazo determinado. En el contexto de un contrato de plazo determinado -de larga duración (30 años) por la vía de sucesivas renovaciones automáticas-, en Fábrica Nacional de Cerveza la SCJ se ocupó de las circunstancias bajo las cuales las partes pueden lícitamente abstenerse de renovar el contrato al vencimiento del plazo inicial o de sus prórrogas. El fallo redactado por el Ministro Van Rompaey reafirmó la vigencia del derecho a no renovar el contrato, en la medida en que ese derecho -o sea: el derecho a no renovar el contrato- fuera ejercido en un todo de conformidad con los términos y condiciones del contrato y con las exigencias impuestas por el dogma de la buena fe (en lo esencial: absteniéndose de traicionar posibles expectativas generadas en la otra parte a través de actos concretos y positivos).
Vale decir que la jurisprudencia previa de la Corte se había vertido (tanto en 1989 como en el 2003) en relación a contratos de plazo determinado, sin que hasta ahora la SCJ se hubiera pronunciado sobre la rescisión de los contratos de plazo indeterminado. Ese vacío acaba de ser colmado a través de la sentencia del Alto Tribunal No. 651/024, del pasado 20 de Junio, redactado por la Dra. Doris Perla Morales (“la Sentencia”). Si bien la extinción de los contratos de distribución de plazo indeterminado ha sido la especie que ha dado lugar a la jurisprudencia más frondosa de nuestros tribunales, lo cierto es que hasta ahora la Suprema Corte no había tenido ocasión de analizar el tema en el marco de las relaciones de hecho y/o de plazo indeterminado. Con la sentencia que hoy comentamos, la Corte viene a cerrar el círculo. Y lo hace bien por lo alto, haciendo honor a la alta jerarquía técnica de las dos sentencias que le precedieron.
II. El caso
El caso involucró una distribución de hecho de encendedores de la marca Ronson; o sea, una distribución sin plazo determinado. Al cabo de tres años de relación contractual -el plazo de ejecución previa mereció alguna vacilación-, el principal (Enko Ltda.) notificó al distribuidor local (Fortylex SA) la rescisión unilateral del vínculo, sin preaviso alguno. El distribuidor local demandó al proveedor extranjero por los daños y perjuicios derivados de la rescisión unilateral del contrato, que el distribuidor entendió abusiva. El fallo de primer grado (a cargo del Juez Federico Tobía) desechó la demanda en todos sus términos, por entender que en la especie se habían configurado las justas causas que ameritaban la rescisión inmediata del vínculo contractual. El Tribunal de Apelaciones actuante (Civil 3º) revocó la sentencia de primera instancia, y condenó al fabricante demandado a resarcir los daños y perjuicios causados por el mencionado desistimiento, por entender que no habían mediado las mentadas justas causas de extinción. En su lugar, la sentencia redactada por la Dra. Claudia Kelland entendió que no habían mediado justas causas de extinción: el receso había sido intempestivo, y por ende el Tribunal se inclinó por acoger la postura de la parte demandante. Por fin, en casación, la SCJ dio vuelta la sentencia de segunda instancia: hizo lugar al recurso de casación interpuesto, concluyó que asistía razón al fabricante, y en su mérito anuló la sentencia de segunda instancia para mantener firme el fallo inicial que había desestimado la demanda.
Decíamos al comienzo que la Sentencia de marras hace honor a la factura técnica de los fallos de la Corte que en el pasado se ocuparon del tema. Esta reseña pretenderá justificar esa conclusión.
La Sentencia sienta el standard de análisis que debe presidir la dilucidación del caso, es decir, el análisis que debe adoptarse a la hora de evaluar la licitud o ilicitud acerca de la conducta en cuestión, la manera en que el receso fue ejercido en el marco de una relación de plazo indeterminado. A texto expreso la Sentencia reafirma lo que entiende es el standard de análisis dominante en la jurisprudencia, el denominado “test de los dos pasos”:[1] ante todo debe examinarse la eventual configuración de justas causas que ameriten la rescisión inmediata, pues verificadas éstas, queda excluida la ilicitud del receso; y es en defecto de éstas que corresponde ingresar en la consideración del conjunto de aspectos que hacen a la buena fe en el desistimiento unilateral (y que, en cuanto tales, excluyen el abuso). Desde este punto de vista, la sentencia nos parece irreprochable y se encuadra dentro de los criterios tradicionales, ya largamente asentados y decantados en la jurisprudencia uruguaya de los últimos 40 años.
En esa línea de análisis, y siguiendo el esquema que ya había sido propuesto en las sentencias de primer y segundo grado, la Corte identificó las actitudes o los comportamientos que, alegados por el fabricante, tenían la virtualidad de erigirse en justas causas de extinción: la reiterada solicitud de rebaja en el precio de venta del fabricante al distribuidor; las dudas generadas acerca del volumen de ventas e inventarios del distribuidor; la falta de respuesta a las numerosas solicitudes del principal tendientes a conocer el estado de la distribución, y tendientes también, muy especialmente, a convenir un plan de acción o plan de negocios.
III. Las justas causas de extinción
1. Las reiteradas solicitudes de rebaja de precio
La Corte coincidió con la sentencia del Tribunal de Apelaciones: las continuas solicitudes de abatimiento en el precio de venta, deben considerarse propias de cualquier negociación: no hay allí una actitud caprichosa del distribuidor, sino más bien la intención de acceder a precios que le permitan una mejor competencia en el mercado. Con palabras de la Corte, se trató de “intentar mejores resultados comerciales” y “mejorar la posición del producto distribuido en el mercado”.
Desde nuestro punto de vista, debe aquí distinguirse el desgaste propio de toda relación comercial -y por qué no: de toda relación humana-, de aquel que podríamos dar en llamar el desgaste calificado. Es comprensible que la insistencia del distribuidor desgaste la relación; es comprensible también que al cabo de un tiempo esa insistencia devenga tediosa y casi irritante. Pero por difícil que sea sobrellevar esa fatigosa repetición, ese desgaste carece de tutela jurídica; forma parte del ida y vuelta de todo intercambio comercial. Hace al estilo o a la cultura de una empresa, pero en modo alguno hay allí una conducta susceptible de conmover la confianza entre las partes. Porque falta ese plus que califica y distingue al desgaste natural. De manera que esa conducta del distribuidor podrá resultar más o menos fastidiosa, pero en ningún caso podrá tener la aptitud de poner en entredicho su credibilidad, su honestidad, su rectitud, su compromiso con el cumplimiento de la ley, ni su dedicación o identificación con la distribución entre manos. A nuestro criterio, son éstas las consideraciones a ponderar a la hora de evaluar la virtualidad de una conducta para erigirse en justa causa de extinción (Al menos cuando la justa causa tiene que ver con la conducta de la contraparte).
Así por ejemplo, cualquiera sea la periodicidad del respectivo comportamiento, son susceptibles de alterar la confianza conductas tales como: la expedición de cheques sin fondos, la adulteración de informaciones, la violación de la confidencialidad, el involucramiento en escándalos públicos, o las condenas penales, por citar algunas de las más salientes en la literatura comparada. No escapará al lector que hay en todas estas conductas un matiz que hace a la confianza en la contraparte y a su integridad, y que está ausente en la negociación de precios, por fatigosa que ésta pudiera ser.
Adviértase que las apreciaciones puramente personales que a una parte pudiera haber merecido la conducta de la otra, no alcanzan a tener relevancia legal. Estas consideraciones debieran quedar reservadas al fuero íntimo de las personas (físicas o jurídicas), y al margen de toda consecuencia legal. Supongamos el caso de un distribuidor que visita recurrentemente al principal para evaluar las perspectivas de la distribución. Tal conducta bien puede incomodar al principal -pues debe distraer tiempo, siempre o casi siempre escaso-, que puede llegar a considerarla tediosa. Pero a nuestro juicio ese malestar es inherente a los vaivenes de todas las relaciones humanas, y no por eso habrá de tener un impacto legal.
2. La presunta falsificación de los encendedores
Creemos endosable la conclusión de los fallos de primera y segunda instancia -también incluida en la Sentencia de la Corte-: la presunta falsificación fue conocida por el principal luego de comunicada la rescisión, de manera que mal pudo fundamentar o sustentar decisión alguna de parte de aquél. Poco podemos agregar a ese argumento.
Sin embargo, la Sentencia advirtió una sutileza que se erige en uno de los aspectos más luminosos del fallo en casación. Dijo la Corte: “A pesar de que los órganos de mérito entendieron que la pretendida venta de productos falsificados, no se erige en justa causa (…), surge probado que Enko no confiaba en los números de compra e importación de encendedores de Fortilex, ni en las explicaciones que ésta le brindaba al respecto, cuando lo hacía”. Luego de transcribir extensamente largos fragmentos de la correspondencia intercambiada entre las partes, la Sentencia agrega: “Para la Corte, a partir de los mensajes intercambiados entre las partes, resulta claro que la confianza entre el principal y la distribuidora se encontraba socavada y que, en tales condiciones, resultaba harto difícil continuar una relación comercial”. La Corte finalizó: “Enko planteó desde el comienzo de la relación diferencias en los números de importaciones y ventas de encendedores de Fortilex (…). Más allá de cual fuese la verdadera causa de esta diferencia, la insistencia en el planteo y la ausencia de una respuesta satisfactoria por parte de Fortilex desde 2016 (a los correos electrónicos que buscaban ahondar en el tema), dan cuenta de una situación que justificadamente minaba la confianza entre empresas”.
Con todo acierto, aquí la Corte rescata la columna vertebral que sustenta las relaciones de duración que se proyectan en el tiempo: la confianza. Más allá de los hechos concretamente alegados y de los agravios articulados, la Corte supo identificar -entre líneas- la desconfianza creciente del principal; desconfianza ésta que no puede tildarse de caprichosa ni arbitraria, sino que nació con los propios orígenes de la relación, y a partir de la reticencia del distribuidor a la hora de informar. Esto es: cualquiera haya sido la génesis de esa desconfianza, ella se vio alimentada por una conducta reticente del distribuidor. Esa reticencia se ubica en las antípodas del Derecho de la distribución comercial, fincado precisamente en la pro-actividad permanente de ambas partes.
La circunstancia cobra singular relevancia en las distribuciones de hecho. Porque en ellas no existe un documento escrito que enumere en blanco sobre negro los deberes de información y de reporte que ambas partes tienen. No obstante, si la distribución comercial pertenece a la categoría más amplia de los contratos de colaboración empresaria, debe inferirse que esa obligación de reportar es inherente a esa cooperación entre ambas organizaciones; de manera que la reticencia a la hora de informar no puede tener cabida en las relaciones de distribución comercial, aun en ausencia de una cláusula o previsión expresa que imponga una determinada periodicidad en esa obligación, y aun en ausencia de una cláusula que expresamente establezca genéricamente la obligación de las partes de mantenerse continuamente informadas y recíprocamente actualizadas.
Una relación de distribución es mucho más que una sucesión de compras y de ventas: involucra un esfuerzo mancomunado para penetrar un mercado, expandir esa participación, consolidar una red de ventas, cimentar una reputación y consolidar una marca. Y todo eso siempre de a dos (principal y fabricante). De ahí que actualmente, en los contratos escritos de distribución que hoy manejan los operadores comerciales -sobre todo en relaciones de corte internacional (o sea: cuando una de las partes se encuentra radicada en el exterior)-, sea de estilo la previsión expresa de una larga lista de obligaciones que van mucho más allá de la compra y la venta, para prever, entre otros, encuestas de satisfacción, planes continuos de acción futura, campañas de promoción, entrenamiento, stock de productos, presupuestos anuales, intercambios de visitas recíprocas, y un largo etcétera.
Todo lo cual a la postre se traduce en la creación de una confianza mutua, o, tal como sucedió en el caso que nos convoca, en su destrucción. Cuando todo esto falta, mal puede generarse la confianza que la distribución exige; y si falta la confianza -columna vertebral que sustenta toda distribución-, desaparecen los fundamentos jurídicos que puedan obligar a la contraparte a continuar en la ejecución del contrato.
3. La falta de respuesta
Es hora de pasar al más sólido de los fundamentos de la sentencia: la falta de respuesta a las numerosas solicitudes del principal tendientes a conocer el estado de la distribución y a convenir un plan de acción o un plan de negocios.
Todo parecería indicar que la proactividad, el dinamismo y la colaboración del distribuidor -notas esenciales de toda distribución comercial, según se viera más arriba-, se limitaron a la compra de productos y a la solicitud constante de abaratamiento de precios. Toda vez que el principal pidió a al distribuidor una proyección, un plan de negocios, el distribuidor jamás logró presentarlo; más aun, ni siquiera respondió a las comunicaciones escritas del principal. En la medida que el contrato de distribución es -tal como veíamos- mucho más que una simple sucesión de compras y de ventas, el plan de negocios -y en general la proyección que las partes tienen de sus futuras acciones en el marco de su relación contractual- resulta esencial: si no hay tal plan de negocios, es difícil desentrañar cuál es la intención común de las partes. Quiere decir, en síntesis, que la ausencia de un plan de negocios luce inconciliable con la continuidad de la distribución.
En esta misma línea de pensamiento, está la colaboración empresaria que se ubica en la antesala de la confianza. Esa colaboración permanente es la que genera la confianza necesaria para que la distribución pueda florecer. No olvidemos que se trata de relaciones que tienen vocación de continuidad, de perpetuarse en el tiempo, incluso más allá de la vida de las personas físicas que le pudieran haber dado inicio. Esa continuidad sólo puede subsistir a partir de la proactividad permanente de ambas partes. De ahí el detalle en el cual -como veíamos- suelen actualmente abundar los contratos escritos de distribución. Se comprende pues que en ausencia de un contrato escrito -que de alguna manera viene a aterrizar y aclarar el espectro de esas obligaciones (históricamente consideradas accesorias)-, la escrupulosidad y la transparencia de las partes cobren especial protagonismo y deban merecer la especial atención del intérprete. En la duda, éste debería inclinarse -a nuestro juicio- por aquellas interpretaciones que exigen los estándares más altos de colaboración y proactividad. Por ser estos los únicos que sintonizan y dan vida a una relación comercial próspera que realiza cabalmente el programa contractual y satisface los intereses de los contrayentes.
4. Una consideración final: los umbrales mínimos de venta
Por último, un comentario a propósito del alcance de los umbrales de ventas presuntamente convenidos entre las partes.
El principal se agravió por entender que el distribuidor no había alcanzado los mínimos de venta acordados; el distribuidor sostuvo en su defensa que esos mínimos jamás habían sido explicitados. El fallo de segunda instancia pareciera haberle dado la razón a éste último: “el incumplimiento de metas, tampoco puede ser considerado justa causa. (…) dónde estamos ante un contrato de distribución verbal. Las metas no resultan claras (…) no pudiendo constituirse en incumplimiento el deseo (anhelo) del demandado de mayor venta en plaza de los encendedores. Al ser un contrato no documentado, no hay pacto expreso (o al menos probado) respecto a cuánto se tenía que vender o qué acciones de marketing eran objeto del contrato para luego poder hablar de incumplimiento”.
Por cuestiones de seguridad jurídica, es razonable inferir que allí donde no hay un pacto expreso acerca de mínimos de venta -ya sea que se estipulen en el propio contrato, ya sea que se estipulen a través de correspondencia posterior-, esos mínimos no pueden ser creados por el intérprete: no es posible colmar ese vacío a través de un esfuerzo de interpretación o integración. Nadie puede ser obligado a hacer lo que no manda la ley (en éste caso: el contrato).
Las dudas aparecen cuando la misma parte que aduce la ausencia de objetivos de venta, es la misma parte que antes se negó a acordar esos mínimos (y aun antes: a convenir un plan de negocios). Porque si bien es verdad que el umbral mínimo de ventas no puede ser creado o colmado a través de un esfuerzo interpretativo, también es cierto que esos mínimos hacen a la esencia de la distribución; y también es cierto que nadie puede ampararse en su propia culpa.
Con esto queremos significar que, allí donde no existen metas explícitamente pactadas -pues cuando las hay el tema ha quedado esencialmente resuelto-, la constatación de la ausencia de un pacto escrito a su respecto, es insuficiente para despejar el tema. Es menester hurgar en el conjunto del comportamiento del sujeto en examen: ¿cooperó en el diseño del plan de negocios? ¿desplegó la diligencia del buen padre de familia para incrementar las ventas? ¿fue pro-activo a la hora de promover la distribución?
En suma: allí donde no se han pactado objetivos mínimos de venta, estos no pueden crearse por vía interpretativa. En consecuencia, a su respecto no podrá hablarse ni de cumplimiento ni de incumplimiento. Pero la parte no queda completamente exenta de otras responsabilidades: será menester indagar, no ya si cumplió los mínimos de compra o de venta, sino adoptó el comportamiento proactivo que el contrato le impone.
IV. Reflexión final
Son varias las razones por las cuales la Sentencia debe ser justamente jerarquizada:
La Sentencia cierra el círculo de la jurisprudencia de la Corte, al centrarse en un escenario de hecho sobre el cual hasta ahora la SCJ no había tenido ocasión de pronunciarse, a saber, el desistimiento unilateral de los contratos de distribución de plazo indeterminado.
La Sentencia consolida la jurisprudencia nacional en la materia, al reafirmar la plena vigencia del test de los dos pasos.
La Sentencia gira en torno de la noción de justa causa, a cuyos efectos la ponderación de las circunstancias del caso luce completamente adecuada.
Con todo acierto, la Sentencia finca su conclusión en la confianza que vertebra la caracterización de la justa causa.
Citas
[1] Es ésta la terminología acuñada en el estudio de Hernández-Cerisola de 1997; aunque sin emplear la feliz expresión, el test había sido aplicado primigeniamente por Cantero de Castellano en su notable fallo del 96’, y recogido casi de inmediato por los estudios del autor de ese mismo año.
Opinión
Diaz Bobillo, Vittone, Carassale, Richards & Goyenechea Abogados
opinión
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Estudio Durrieu
Rocca Consulting
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