El Derecho Ambiental es una especialización de sesgo regulatorio multidimensional, de creciente base digital, donde la frontera entre lo legal y lo técnico se desdibuja.
Su naturaleza inevitablemente intervencionista generó en la década de 1980 opiniones que, desde el pensamiento económico propusieron, a modo de reacción, un Derecho Ambiental “individualista” o “de libre mercado”. Así, se criticaron las leyes ambientales de “comando y control” (las que establecen parámetros y estándares de emisión o vuelco a los que el sector regulado debe ajustarse), con el argumento de que desalentaban la inversión e innovación empresarial, o incluso llevaban al gobierno a inmiscuirse demasiado en la esfera privada. Se propuso la desregulación de la protección ambiental, llegando incluso a proclamarse la “libertad para elegir los riesgos que queremos correr con nuestras propias vidas”.[1]
El razonamiento era que la empresa atenderá la opinión del público y que, de existir un reclamo generalizado de la comunidad, el empresario evitará la contaminación. Sin embargo, el mercado puede consentir externalidades, y no siempre refleja el costo real del daño ambiental (pensemos, por ejemplo, en la contaminación del aire, del agua y la contribución al Cambio Climático). Librados a su albedrío, tanto las empresas como el público pueden priorizar beneficios a corto plazo por sobre la sostenibilidad. El propio público puede preferir, por ejemplo, electricidad más barata a aire más puro o productos baratos a productos menos contaminantes. Respecto de las empresas, en un artículo que merece ser recordado se puntualizó que no es aceptable esa clase de libertad que proyecta sus riesgos sobre los demás porque, de tal manera, afecta los intereses de terceros y legitima sus reclamos.[2]
Hasta aquí, lo viejo y malo del denominado Derecho Ambiental de “libre mercado”. Esta postura no tuvo ninguna acogida en la política ni en la economía –menos aún, en los países desarrollados- así como tampoco tuvo mayor desarrollo teórico ni doctrinario, por lo que no vale la pena extenderse en su análisis.
Sin embargo, en los últimos años, algunas iniciativas provenientes de la praxis económica (del mercado, no del “libre mercado”), como la Agenda de Sostenibilidad sorprendieron favorablemente, posibilitando logros que llegaron más allá de la regulación estatal.[3]
Lo nuevo y excelente
Lo que expondremos a continuación no surge de lecturas, sino que constituye un hecho tangible desde la práctica técnico-legal del Derecho Ambiental.
La Agenda de Sostenibilidad es una agenda de mercado, supranacional y supralegal, cuyos principales impulsores y fiscalizadores son el sector bancario, financiero y asegurador internacional, así como también entidades que representan a inversores institucionales (fondos de pensiones, compañías de seguro y reaseguro, fondos mutuos, fondos soberanos, fondos de cobertura, bancos de inversión, fondos privados de capital, etc.). Se trata de agentes distintos de las empresas, que son las entidades que proponen y llevan adelante proyectos y actividades productivas o de servicios. Por importantes que sean estas últimas, (pensemos en las empresas petroleras, mineras, agro, forestales, de telecomunicaciones, infraestructura, industriales, tecnológicas, etc.), ellas dependen de los primeros –directa o indirectamente- para la financiación de sus proyectos y su capitalización.
El grueso de los recursos financieros globales no está en manos de las empresas ni de los inversores individuales, sino en los sectores bancario, financiero e inversor institucional (a los que llamaremos colectivamente los “financistas e inversores institucionales” o los “inversores institucionales”). Son ellos quienes captan y administran, como si fueran una aspiradora, los ahorros de un sinnúmero de naciones, empresas y particulares. Se trata de organizaciones sofisticadas que manejan enormes cantidades de capital e invierten a nombre de terceros. A diferencia de las empresas, estos agentes gestionan fondos principalmente ajenos en gran escala, por lo que tienen un impacto muy superior en los mercados.
Dada la magnitud de los fondos que manejan y su gestión altamente profesionalizada, los financistas e inversores institucionales pueden realizar operaciones muy considerables para financiar y capitalizar grandes proyectos (mineros, petroleros, agro, forestal, infraestructura, telecomunicaciones, industria, tecnología, etc.). Las empresas acuden a ellos, llevándoles sus proyectos sedientos de préstamos y/o inyecciones de capital.
Ahora bien, para proteger su capital, su crédito y sus inversiones, los inversores institucionales adoptan un papel cada vez más activo en la protección del ambiente al integrar criterios de sostenibilidad y responsabilidad en sus decisiones. Este enfoque se conoce como inversión responsable o ESG (Environmental, Social, and Governance, es decir, Ambiental, Social y Gobernanza). Los Criterios ESG evalúan aspectos como: A) uso eficiente de los recursos naturales; B) contribución al Cambio Climático y reducción de emisiones de gases de efecto invernadero; y C) cumplimiento general de las normativas ambientales.
Los financistas e inversores institucionales consideran el impacto ambiental y socio-ambiental de los proyectos que financian y las empresas en las que invierten o participan, y evitan comprometerse si los mismos están expuestos a riesgos ambientales o sociales graves. Para cualquier proyecto o empresa un riesgo de esa naturaleza –sea legal o reputacional- puede ser letal. Si un proyecto tiene una deficiente concepción ambiental o presenta riesgos socio-ambientales significativos, pueden desahuciarlo con solo decidir no invertir, no financiar o elevar el costo de la financiación hasta romper su ecuación económica. O pueden imponer mejoras y modificaciones como condición de su participación o financiación.
Asimismo, los inversores institucionales invierten cada vez más en proyectos que promueven la transición hacia una economía baja en carbono, como: A) energías renovables (eólica, solar, biomasa, geotérmica); B) proyectos de eficiencia energética; C) tecnologías limpias; D) proyectos de infraestructura, transporte sostenible o construcción con certificaciones ambientales; y E) proyectos resilientes, con emisiones controladas y/o con pretensión de neutralidad climática. Actualmente, la financiación de un proyecto petrolero tradicional puede resultar más costosa que la de un proyecto de generación de energía renovable. La pandemia COVID-19, la invasión de Rusia a Ucrania y el ataque de Hamás a Israel que derivó en la Guerra de Gaza ralentizaron un poco ésta tendencia, pero no la detuvieron.
En paralelo, muchos financistas e inversores institucionales –cada vez más- deciden desfinanciar y desinvertir en los sectores que son considerados altamente contaminantes o que contribuyen significativamente al Cambio Climático (carbón, petróleos pesados, arenas bituminosas, etc.), o que degradan bosques, ecosistemas y biodiversidad.
Los inversores institucionales evitan el control accionario mayoritario a efectos de reducir su riesgo y en razón de restricciones regulatorias. Aun así, los que poseen participación accionaria en empresas tienen un significativo y directo poder de influencia en sus asambleas de accionistas, desde donde presionan por mejores prácticas corporativas (ej. políticas de sostenibilidad, reducción de la huella de carbono, etc.) mediante la negociación, el voto y hasta el denominado “activismo accionario”.
Para muchos proyectos, los financistas e inversores institucionales imponen la Evaluación de Riesgo Climático en su análisis financiero, en atención a que el Cambio Climático puede afectar el valor a largo plazo de su crédito o de sus inversiones.
Año tras año, los inversores institucionales incrementan su participación en la compra de bonos verdes que financian proyectos con beneficios ambientales, como la reducción de la contaminación, la conservación del agua, la mejora de la biodiversidad o la mitigación del Cambio Climático. Esto impulsa la financiación de proyectos sostenibles. Los inversores institucionales pueden jugar un rol decisivo en un mercado desregulado de comercio de emisiones, facilitando una economía de escala que incentive la reducción de emisiones al menor costo posible.
Como mínimo, los inversores institucionales exigen que los proyectos que financian cumplan con normas y certificaciones ambientales internacionales. Desde ya, ISO 14001, ISO 45001 y similares son un sobreentendido, pero a eso también se agregan normas como las de la Corporación Financiera Internacional (IFC); certificaciones como las aplicables a la actividad minera (ej. Consejo Internacional de Minería y Metales - ICMM; Iniciativa para el Aseguramiento de la Minería Responsable – IRMA; Hacia una Minería Sostenible – TSM; Cyanide Code; etc.) y Certificación LEED en infraestructura, Certificación de Eficiencia Energética y Energía Renovable, etc. Estas certificaciones garantizan que los proyectos cumplen con estándares ambientales estrictos y adoptan resguardos sociales prudentes.
Los inversores institucionales suelen exigir a las empresas y proyectos en los que invierten un alto grado de transparencia en su desempeño ambiental, como la divulgación de huella de carbono, impacto en biodiversidad o magnitud de emisiones.
Los financistas e inversores institucionales están sujetos a estándares internacionales para evaluar riesgos ambientales y sociales en el financiamiento de grandes proyectos, como los Principios de Ecuador; los Principios de Banca Responsable (ONU - UNEP, con foco en los Objetivos de Desarrollo Sustentable y el Acuerdo de París); los Principios de la OCDE para la Inversión Responsable, las Finanzas Sostenibles y el Due Diligence para Inversores Institucionales; la Task Force on Climate-Related Disclosures (G-20, que requiere el informe de riesgos financieros vinculados con el Cambio Climático) y la Taxonomía Verde de la Unión Europea (UE), que define actividades sostenibles a efectos de evitar el “greenwashing”.
Asimismo, muchos inversores institucionales impulsan iniciativas globales para promover la sostenibilidad ambiental, como los Principios de Inversión Responsable (PRI) de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Las exigencias de los inversores institucionales no solo impactan en las grandes empresas y/o en las empresas multinacionales. También se irradian a las empresas que son o quieren ser sus contratistas y proveedores, y a todo el resto de su cadena de valor, generando un benéfico “efecto cascada” que interpela el “yo no contamino, pero no sé lo que hace mi proveedor”.
En definitiva, los financistas e inversores institucionales constituyen una instancia de control nueva, poderosa y diferente que se suma –o puede incluso superar, pero jamás reemplaza- al indispensable contralor estatal. Funcionan como una suerte de “materia oscura” que no solo reduce la volatilidad de los mercados, sino también contribuye a fomentar y cohesionar una nueva economía mundial baja en carbono.
Hasta aquí lo nuevo y excelente del ambientalismo “de mercado” (no de “libre mercado”).
Sin embargo, la política internacional y nacional nos retrotrae a aquel Derecho Ambiental “individualista” o de “libre mercado” que se propuso sin éxito en la década de 1980.
Lo nuevo y pésimo
La Administración Trump anunció el retiro de los Estados Unidos de América (EEUU) del Acuerdo de París, un tratado vinculante (en términos de reporte y revisión) dentro de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. El Acuerdo de Paris es el mejor ejemplo de cooperación internacional en pos del objetivo de limitar el calentamiento global por debajo de los 2° C (idealmente 1,5° C) respecto de los niveles preindustriales. Se invocó que: A) el Acuerdo de Paris coloca a la economía de los EEUU en desventaja frente a otros grandes emisores de gases de efecto invernadero (India, China) a los que se les permite objetivos más flexibles; B) existen disidencias científicas que señalan evidencia que parece desmentir el consenso internacional (ver más abajo); y C) limita la capacidad de EEUU para tomar sus propias decisiones ambientales sin interferencia internacional.
Como si se tratara de opuestos necesarios, el presidente Trump declaró: “entre la globalización y el patriotismo, nos quedamos con el patriotismo”. Sin embargo, la globalización no implica someterse a un “imperio mundial”, sino acordar algunas normas comunes de convivencia y gobernanza planetaria. Por otra parte, el patriotismo exige la cooperación con los extranjeros cuando ésta es necesaria para cuidar a nuestros compatriotas. Cooperar requiere a veces priorizar los intereses de largo plazo de muchos por sobre los intereses de corto plazo de muchos, o de algunos. En no pocas circunstancias, lo más patriótico que se puede hacer es cooperar, y lo antipatriótico resulta ser no cooperar.[4]
El 5 de febrero de 2025, dos semanas después de la decisión de la Administración Trump, el presidente Javier Milei informó que está considerando retirar a la Argentina del Acuerdo de París.[5] A contramano del consenso científico internacional, el Presidente Milei aseguró que el calentamiento global “no tiene nada que ver con la presencia humana” y que se trata de un “problema relacionado con los ciclos de temperatura del planeta”.[6] Si se derogara la Ley Nac. 27270 de adhesión al Acuerdo de París, Argentina se uniría a Estados Unidos, Irán, Libia y Yemen, los únicos miembros de la ONU que no forman parte del mismo.
Según la enorme mayoría de la literatura científica internacional, el Cambio Climático es un hecho, y su causa es la actividad humana. En éste sentido, la Organización Meteorológica Mundial (OMM), actualmente presidida por la argentina Celeste Saulo, ha expresado reiteradamente su profunda preocupación por el Cambio Climático y sus efectos acelerados en el planeta. Según la OMM, el calentamiento global es inequívoco y alarmante, y las concentraciones de gases de efecto invernadero han alcanzado niveles sin precedentes en millones de años. Esto se traduce en el incremento de las temperaturas terrestres y oceánicas, el aumento del nivel del mar y el derretimiento del hielo.[7]
Esto no implica ignorar, ni mucho menos “cancelar”, las disidencias científicas.[8] Cabe aclarar que en la literatura científica internacional el “consenso-disenso” nunca es “una mitad de la biblioteca dice una cosa y la otra mitad dice otra” (50% / 50%), sino que casi siempre se reparte 99,9 % a 0,1 %. Se debe puntualizar que 0,1% no es poco: más de una vez la minoría que disentía estaba en lo cierto. La ciencia se destaca por su predisposición a admitir y corregir el error.
Sin embargo, cuando el consenso científico es abrumador, como en el caso del Cambio Climático, el camino más recomendable y seguro es respetarlo.
Nuestra Constitución Nacional (CN) tiene algo que decir: su Art. 75, inc. 19, señala que nuestro país debe proveer al aprovechamiento del desarrollo científico y tecnológico. Atacar consensos científicos internacionales que están confirmados hasta tal punto que resulta perverso negar un asentimiento provisional es desaprovechar el desarrollo científico y tecnológico. Eso va en contra del Paradigma Ambiental de la CN[9] e incluso debe ser considerado incongruente con el “cambio de época” generado por la Administración Milei: en nuestro país, la Agenda Climática se ha venido plasmando mayormente a través de iniciativas descentralizadas de mercado.
Conclusión
La rancia visión de “libre mercado”, resucitada por la Administración Trump y copiada por la Administración Milei, hace énfasis los incentivos económicos, los derechos de propiedad, la innovación tecnológica y los mercados competitivos “en lugar de” regulaciones gubernamentales rígidas. Es decir, plantea que se trata de una cosa “o” la otra. El populismo político se caracteriza por abusar de la “o” (globalización o patriotismo; nosotros o ellos; etc.). Sin embargo, la sensatez siempre está más cerca de la “y” que de la “o”. Por eso, el nuevo ambientalismo “de mercado” (no de “libre mercado”) no solo se propone asegurar el cumplimiento de la regulación ambiental, sino incluso superarlo (“beyond compliance”).
En el artículo “El Manifiesto Compatibilizador” https://abogados.com.ar/index.php/derecho-ambiental-el-manifiesto-compatibilizador/31208 expusimos las ideas de fondo de la corriente “compatibilizadora” del Derecho Ambiental argentino. En él compartimos un Decálogo de sus principios, entre los que se encuentran:
- La doctrina compatibilizadora se opone a la desregulación de la protección ambiental.
- Condena, por ser contrario a la ciencia, el negacionismo del Cambio Climático.
Todos los gobernantes deberían meditar acerca de las palabras de Bertrand Russell, supermatemático, gran filósofo práctico y Premio Nobel de la Paz: “Si nuestro bagaje mental incluye las épocas pasadas de la Humanidad, su lenta y parcial salida de la barbarie, nos daremos cuenta de que la batalla momentánea en la que estamos empeñados no puede ser tan importante como para dar un paso atrás, retrocediendo hasta las tinieblas de las que tan lentamente hemos salido”.
Citas
(*) HORACIO FRANCO es socio de Franco Abogados – Consultores Ambientales www.francoabogados.com.ar Sus antecedentes pueden consultarse en https://www.linkedin.com/in/horacio-franco-22702113/
[1] Friedman, Milton; Libertad de Elegir; Madrid; 1983; pág. 300.
[2] Alterini, Atilio Aníbal y López Cabana, Roberto M.; Los daños al medio ambiente en el marco de la realidad económica; LL 92-C-1030
[3] Ver Inglese, José Luis y Franco, Horacio; Net Zero: la versión “hard” de la Sostenibilidad; Gerencia Ambiental; Ed. 295; https://gerencia-ambiental.com/295_abril2023/index.html#page=1 – Nro. del 03/2023.
[4] Ver Harari, Yuval Noah; Nexus; Ed. Debate; págs. 445 – 447 (2024).
[5] Salir del Acuerdo de París conllevaría costos para el país: peligraría el Acuerdo entre el MERCOSUR y la Unión Europea (UE), así como también la incorporación de la Argentina a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Por lo demás, organismos internacionales de crédito condicionan el otorgamiento de préstamos al cumplimiento estándares ambientales.
[6] https://www.lanacion.com.ar/politica/milei-admitio-ante-un-diario-frances-que-analiza-retirar-a-la-argentina-del-acuerdo-de-paris-nid05022025/
[7] www.public.wmo.int
[8] Se ha argumentado que los registros de temperatura a largo plazo no muestran un aumento sin precedentes en la actualidad. Algunos sostienen que el “período cálido medieval” (aproximadamente del siglo IX al XIV), el “óptimo climático del Holoceno” (9000 – 5000 a.C.); y el “período cálido romano” (250 a.C. – 400 d.C.) fueron igual o incluso más cálidos que lo que se constata en la actualidad, sin influencia humana significativa. Sin embargo, el Cambio Climático actual se distingue por su rapidez y por la influencia humana en el aumento de gases de efecto invernadero.
[9] El Paradigma Ambiental está conformado por los Arts. 41 y 43 de la Constitución Nacional (CN) y por la Ley General del Ambiente 25675 (LGA). Es uno de los cuatro Principios Ordenadores del Derecho Ambiental que establece la CN, junto con el Paradigma Social, el Paradigma del Desarrollo y el Paradigma Republicano (el que articula a todos los demás).
Artículos
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