¿Cuánto vale una botella de agua?
Por Anna Marra

Estás en casa, abres la nevera y ves una botella de agua. ¿Precio? Un euro, quizás menos: 75 céntimos. Ahora colócate en medio de un aeropuerto, con la garganta seca y el embarque en veinte minutos. ¿Tres euros? ¿Cuatro? Bien. Pero vayamos un paso más allá: estás en medio del desierto, bajo un sol implacable, y alguien se acerca con esa misma botella. ¿Cuánto pagarías? ¡Por no hablar de lo que la pagaría un abogado que quiere apagar los incendios de sus clientes!

 

Probablemente no sacarías la calculadora para estimar el coste de producción del plástico o el salario por hora del transportista. Y, sin embargo, en el sector legal, llevamos décadas haciendo precisamente eso.

 

¿Cuánto vale lo que haces? La industria jurídica ha medido históricamente su trabajo en horas. Una lógica que parte de una premisa aparentemente sensata: el tiempo como unidad de valor. A más tiempo, mayor dedicación. A mayor dedicación, mayor precio. Pero, ¿es eso lo que realmente importa?

 

Pongámoslo en perspectiva. Usman Sheikh provocaba un pequeño terremoto cuando hablaba del "abogado de 10.000 dólares la hora" en LinkedIn, hace unos meses. Y aunque esas cifras son, por ahora, rarezas de la estratósfera jurídica, revelan algo: que seguimos midiendo lo extraordinario con la misma métrica de siempre. Como si el valor de una solución legal pudiera limitarse al tic-tac del reloj.

 

La aparición de tecnologías como la inteligencia artificial ha venido a desordenar este sistema, y, de paso, a recordarnos algo esencial: que el tiempo invertido no siempre refleja el valor generado. De hecho, puede ocultarlo.

 

Sin embargo, el cliente no compra horas. Nunca lo ha hecho en realidad. ¿Alguna vez un cliente te ha dicho: “Gracias por esas doce horas, han sido preciosas”? Lo que suele agradecer es el resultado. Que algo no ocurriera. Que algo sí ocurriera. Que pudo dormir tranquilo. Que una oportunidad se cerró justo a tiempo.

 

Entonces, ¿por qué seguimos vendiendo tiempo, sabiendo que además el cliente está dispuesto a pagar más por servicios más rápidos? Esto desde siempre ha penalizado la eficiencia, porque si lo hacía más rápido, facturaba menos.

 

El cambio hacia una facturación basada en valor no es solo un ajuste técnico. Es un cambio filosófico. Una mutación cultural. Una oportunidad para que el sector legal se mire al espejo y se pregunte: ¿Qué vendemos realmente?

 

En realidad, el valor está en el impacto, no en los minutos. Piensa en Noah Lyles, el hombre más rápido del mundo. Los 100 metros en menos de 10 segundos. ¿Importa si entrenó 10.000 o 20.000 horas? ¿Le pagaríamos más si corriera más lento, pero durante más tiempo?

 

Lo esencial está en lo que logra, no en lo que tarda. Lo mismo sucede con los abogados. La IA nos ha demostrado que redactar un documento ya no requiere dos tardes y una noche sin cenar. Lo que antes requería una tarde de café, jurisprudencia y existencialismo legal, ahora lo hace la IA en 3 minutos. El verdadero valor sigue estando en cómo usar este documento, dentro de qué estrategia y para conseguir un cierto impacto.  Eso es lo que no se puede automatizar. Hagamos un ejemplo: en la facturación por horas, redactar un contrato cuesta 6 horas x 200 €/hora = 1.200 €. Nota que en este cálculo el foco está en ti. En la facturación por valor, ese contrato permite a tu cliente cerrar una inversión internacional y evitar un litigio futuro. El precio acordado: 3.000 €. El foco está en lo que el cliente logra gracias a ti.

 

Aquí entra en juego el Legal Project Management (LPM). No solo como herramienta de eficiencia, sino como brújula. Nos ayuda a redefinir el valor en términos de resultados, de impacto, de percepción del cliente.

 

Durante años, el LPM ha defendido el precio cerrado frente al reloj despiadado. Bueno, en realidad, no muy despiadado. Se calculaban las horas de facturación, pero se ignoraban las horas de trabajo estimado y real, o sea el coste estimado y real. Y para decirla toda, en muchos despachos el cálculo del coste interno sigue siendo más desconocido que la contraseña del Wi-Fi en una sala de juntas de socios. Sin embargo, volviendo al pricing, con la tecnología acelerando los procesos, esa lógica del valor ya no es futurista: es urgente.

 

Pero ojo, esto no significa olvidar los costes internos. Significa cambiar el foco. Si antes el principal coste era el tiempo humano, ahora también hay que considerar las herramientas, las licencias, la infraestructura tecnológica, la innovación metodológica. Ya no es solo cuánto tarda una persona, sino qué estructura de valor se activa para entregar ese servicio.

 

¿Y si el valor no se viera? Aquí viene el problema más serio: a veces, el valor no es evidente. Y como con Van Gogh, puede pasar desapercibido… al principio.

 

Van Gogh, puede que lo sepas, solo vendió una obra en vida. El mercado no supo ver su valor. Fue la narrativa, el contexto y la visión de su cuñada – Johanna van Gogh-Bonger – lo que lo transformó en un pintor de éxito, en un genio. ¿Y si en el sector legal estuviéramos cometiendo el mismo error, incapaces de contar el impacto de nuestro trabajo?

 

El valor legal tiene también una dimensión invisible: la reducción del riesgo, la seguridad jurídica, la tranquilidad emocional del cliente, la capacidad de anticipar problemas. Y eso, como las grandes obras, hay que saber explicarlo. Y cuidado, facturar por valor no es cobrar lo que uno cree que merece después de una semana intensa: eso se llama terapia, no pricing.

 

Es aquí donde el LPM, el Legal Design Thinking o incluso el storytelling tienen un papel crucial. Porque el cliente no valora solo lo que haces, sino cómo se lo cuentas. ¿Qué contexto generas? ¿Qué visión le aportas? ¿Qué sensación le dejas?

 

¿Le estás vendiendo una redacción de contrato o le estás ofreciendo paz mental? ¿Le estás resolviendo un pleito o abriendo una puerta a un nuevo mercado?

 

El valor no está en el producto, sino en la transformación que generas. Cuanto más entendamos el contexto del cliente – su urgencia, su momento estratégico, su dolor, su riesgo, su confianza en nosotros – más cerca estaremos de facturar por valor.

 

Y sí, esto exige madurez, indicadores sólidos y coordinación con finanzas. Pero también exige algo más sencillo y difícil a la vez: un cambio de mentalidad. Facturar por valor exige más preparación. Desde presupuestos bien estructurados hasta seguimiento de hitos, entregables claros y gestión de expectativas. No basta con ser un gran jurista. Hay que ser también gestor, diseñador, comunicador, estratega.

 

Así que la próxima vez que te pregunten cuánto cuesta tu trabajo, no empieces por el cronómetro. Empieza por lo que está en juego. Hazte una pregunta simple: ¿Estoy cobrando por el tiempo que invierto o por el problema que resuelvo?

 

Y luego recuerda al desierto. Al aeropuerto. Y a Van Gogh. O piensa en tu cuñada, a lo mejor estás subestimando lo que puede hacer para ti.

 

 

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