Bolivia
El subsidio al gas y la oportunidad de la gran transición energética boliviana", elaborado por nuestro socio Diego Böhrt.
Por Diego Böhrt Arana

El subsidio al gas natural que alimenta las centrales termoeléctricas se ha convertido en uno de los nudos críticos de la política energética boliviana. Concebido en su origen como un mecanismo para impulsar la electrificación y mantener tarifas bajas, hoy supone una pesada carga fiscal —financiada con recursos que el Estado ya no dispone— y frena la transición hacia una matriz energética más limpia y resiliente. La erosión de las reservas de gas, el descenso de las exportaciones a Brasil y Argentina, y los compromisos internacionales de descarbonización evidencian la urgencia de replantear un esquema que, al prolongar artificialmente la vida útil de las termoeléctricas, lleva implícito un costo de oportunidad: cada dólar destinado a subsidiar combustibles fósiles es un dólar que deja de invertirse en generación renovable y eficiencia energética.

 

El momento político ofrece una coyuntura propicia. La campaña electoral que se encuentra en pleno desarrollo ha puesto en relieve la imperiosa necesidad de equilibrar las finanzas públicas y de atraer capital privado para proyectos de energía sostenible. Frente a un tipo de cambio paralelo que tensiona las cuentas externas y a un déficit fiscal que se amplía, la continuidad del subsidio aparece como un lujo insostenible. Al mismo tiempo, los ciudadanos comienzan a percibir los beneficios tangibles de las energías renovables —menores cortes de luz en regiones abastecidas por fotovoltaicas, tarifas estables de cooperativas que sustituyeron diésel por biomasa— y exigen un horizonte más verde para el sistema eléctrico.

 

Reducir el subsidio, sin embargo, implica navegar resistencias políticas y sociales, pues las tarifas eléctricas gozan de un alto grado de sensibilidad pública. La clave radica en implementar una retirada gradual y escalonada que mande una señal clara de precios a las empresas generadoras sin disparar el costo al usuario final. Una ruta viable consiste en fijar un cronograma plurianual que reduzca el subsidio en porcentajes decrecientes, mientras se destinan los ahorros fiscales a financiar subastas de energías renovables y mecanismos de transición justa para las regiones dependientes de la cadena del gas. Este redireccionamiento de recursos podría canalizarse a través de un fondo de transición energética que otorgue garantías de crédito y absorba riesgos de demanda en contratos de compraventa de energía (PPA) de largo plazo.

 

Las señales del mercado internacional juegan a favor. Los costos de la solar fotovoltaica y la eólica se han desplomado más de 80 % en la última década, y el almacenamiento con baterías de litio —recurso abundante en el subsuelo boliviano— empieza a ser competitivo para gestión de picos. Empresas globales miran con interés los corredores de radiación del altiplano y los vientos constantes del sudeste cruceño, pero demandan certidumbre regulatoria: precios transparentes de combustible, reglas de acceso abierto a la red y un regulador capaz de arbitrar disputas con independencia. La eliminación gradual de la subvención enviaría la señal correcta, al revelar el verdadero coste de la generación térmica e inducir a los inversionistas a desplegar capital donde exista ventaja comparativa.

 

La experiencia de otras economías emergentes ofrece lecciones valiosas. México redujo substancialmente los apoyos al gas natural mediante licitaciones renovables y programas de eficiencia industrial que amortiguaron el impacto tarifario. Chile estableció un impuesto al carbono y redirigió la recaudación a financiar infraestructura de transmisión para integrar energía solar del desierto de Atacama. Ambos casos demuestran que la combinación de instrumentos económicos con planificación transparente puede suavizar fricciones políticas y garantizar resultados tangibles en el corto plazo.

 

Bolivia, además, dispone de un activo estratégico que pocos países poseen: el potencial de integrar su cadena de litio con la expansión de sistemas de almacenamiento en red. Incentivar joint ventures que ensamblen baterías y ofrezcan servicios de flexibilidad a la red permitiría desplazar generación pico a gas, liberar moléculas para exportación o uso industrial de mayor valor agregado y reducir las emisiones del sector eléctrico. Sin embargo, estas inversiones solo se materializarán si la ecuación económica muestra precios de energía que reflejen costos reales y un entorno competitivo que reparta riesgos de manera justa.

 

La reducción del subsidio debe ir acompañada de medidas de protección social focalizadas. Programas de tarifa de interés social, financiados con una fracción de los recursos liberados, pueden asegurar que los hogares vulnerables no sufran alzas abruptas. Asimismo, remunerar la eficiencia —por ejemplo, mediante créditos para sustitución de electrodomésticos obsoletos o incentivos a la cogeneración industrial— reforzará la aceptación pública de la reforma. Un componente formativo, basado en campañas de uso responsable de la energía y divulgación de los impactos del cambio climático, ayudará a consolidar la narrativa de que la sostenibilidad no es una imposición externa, sino una necesidad interna para preservar competitividad y bienestar.

 

La dimensión ambiental aporta un argumento adicional. Bolivia ratificó el Acuerdo de París y comprometió reducciones de emisiones que requieren un sector eléctrico con alta penetración renovable. Persistir en la subvención perpetúa la dependencia de combustibles fósiles y obstaculiza el acceso a financiamiento climático concesional. Inversores institucionales y bancos multilaterales condicionan cada vez más sus desembolsos a planes creíbles de transición energética. Liberar el mercado del gas de distorsiones permitirá calificar a líneas verdes y mecanismos de pago por resultados que reduzcan la carga de endeudamiento público.

 

El desafío final es institucional. Se necesita una autoridad reguladora con fortaleza técnica para rediseñar la estructura tarifaria, monitorear el cumplimiento de los cronogramas de reducción de subsidios y adjudicar licitaciones renovables bajo criterios de competencia y transparencia. Dotar al regulador de independencia y recursos humanos especializados evitará que la reforma quede a merced de ciclos políticos. El Congreso, a su vez, debe respaldar el proceso con una ley marco de transición energética que consolide objetivos, establezca salvaguardias sociales y blinde los avances frente a eventuales retrocesos.

 

El país se encuentra, pues, ante una encrucijada que trasciende la coyuntura electoral: seguir financiando un modelo fósil que erosiona las finanzas públicas y constriñe el desarrollo o liberar recursos para construir una matriz eléctrica diversificada, resiliente y alineada con las tendencias globales. Reducir la subvención al gas para las termoeléctricas no significa renunciar al recurso; implica usarlo con inteligencia estratégica, reservándolo para industrias de mayor valor y para exportaciones que generen divisas. Al incentivar proyectos solares, eólicos, de biomasa y almacenamiento, Bolivia puede transformar su abundancia de recursos en un portafolio energético sostenible que fortalezca la seguridad energética, atraiga inversión extranjera y coloque al país en la ruta de un crecimiento bajo en carbono. La decisión, al fin y al cabo, no es técnica: es política. Y su momento es ahora, antes de que la urgencia fiscal sea tan apremiante que la transición ya no se pueda diseñar, sino solo improvisar.

 

 

 

 

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