Tercerías del Juicio Ejecutivo y Seguridad Jurídica como Principio General del Derecho: La Certeza ante las Lagunas Normativas en el Derecho Procesal Chileno

Francisco Javier Pinto López Licenciado en Ciencias Jurídicas Universidad Católica de Temuco (Chile) Autor del blog Publiuris (Chile) http://www.publiuris.blogspot.com  El presente artículo ha sido publicado en Chile en el Blog Publiuris (http://www.publiuris.blogspot.com). Hoy, con bastante agrado, he sido invitado por parte de la Doctora Mariel Leprosa a exponerlo dentro de este espacio web. (http://www.abogados.com.ar). Introducción. La realidad jurídica de cada país dice relación con su normativa vigente. Es pues necesario analizar institutos, ya sea de carácter sustantivo o adjetivo, con el objeto de perfeccionar nuestra legislación nacional. Dentro de tal análisis se hace imperioso dar una visión que plasme con eficiencia los reales problemas que conlleva, dentro de la realidad jurídica de un país, el tratamiento incompleto que se viene dando a una institución tan importante dentro de la práctica forense, como es la tercería en el juicio ejecutivo.   En forma muy somera plantearé el problema: En el Código de Procedimiento Civil Chileno se regulan las llamadas tercerías del juicio ejecutivo, específicamente en el Título I del Libro III, artículos 518 y siguientes. Dicho cuerpo de leyes señala que en tal procedimiento sólo son admisibles las tercerías cuando el reclamante pretende: 1. Dominio de los bienes embargados (tercería de dominio); 2. Posesión de tales bienes (tercería de posesión); 3. Derecho para ser pagado preferentemente (tercería de prelación); o 4. Derecho para concurrir en el pago a falta de otros bienes (tercería de pago), sin perjuicio de que además el artículo 520 permite que ciertos derechos se tramiten conforme al procedimiento establecido para las tercerías. El problema radica en que el legislador chileno no resuelve, a diferencia de países como España, Ecuador y Cuba, la naturaleza jurídico-procesal de las tercerías del juicio ejecutivo. No entraremos, en esta oportunidad, a dilucidar cuál es nuestra opinión acerca de dicha naturaleza; sólo adelantaremos que, luego de un estudio acabado del particular, sostenemos que se trata de cuestiones incidentales complejas entendidas como juicios accesorios (ello será tema de otro artículo, debido a su extensión). En efecto, las tercerías han sido entendidas tanto como incidentes del juicio, así como juicios totalmente independientes del ejecutivo. La cuestión tiene relevancia en diversos ámbitos prácticos, como en materia de notificaciones, validez del mandato conferido en el juicio ejecutivo para las actuaciones en la tercería, resolución que las falla, recursos que proceden contra la resolución antes dicha, abandono del procedimiento, etcétera. Así, por ejemplo, si la consideramos como un juicio totalmente independiente, se debería fallar por una sentencia definitiva, sentencia que debe reunir los requisitos establecidos en el artículo 170 del Código de Procedimiento Civil. Si no reúne tales requisitos, un litigante perfectamente podría sostener un recurso de casación en contra de esa sentencia, por falta de los requisitos legales en su pronunciamiento. En cambio, quien sostiene que se trata de un mero incidente, sostendrá que no son necesarios tales requisitos, puesto que no se trata de una sentencia definitiva. El presente artículo tiene por objeto, dar una visión didáctica sobre el problema que genera dicha falta de pronunciamiento legal, dando una breve visión de la función de la jurisprudencia como fuente del derecho frente al valor de la seguridad jurídica. Finalmente se dará una opinión acerca del llamado a que ha sido requerido el legislador chileno en la materia. De la jurisprudencia como fuente del derecho. El precedente como factor de las decisiones judiciales. Una de las consecuencias de la codificación fue el establecimiento de la concepción que señala que la jurisprudencia de nuestros tribunales no es fuente del derecho, dando dicha calidad sólo a la ley. Pese a ello, en países como Francia, Italia y España, se le ha empezado a dar valor a la actividad jurisprudencial. En Chile no existen mecanismos para corregir las diversas interpretaciones de la jurisprudencia, pudiendo los tribunales –en muchos casos– cambiar de criterio sin ninguna justificación.[1] Por otra parte, en nuestro país la jurisprudencia formalmente no es fuente del derecho, puesto que el Código Civil Chileno no la contempla; empero, en los hechos, existen elementos que definen, en un sistema de fuente como el nuestro, un rol de la jurisprudencia en tal sentido.[2] La idea consistente en que al Poder Judicial le está prohibido dictar normas generales, propia de la codificación, viene desde la Revolución Francesa, siendo el Poder Legislativo quien poseía una plenitud en tal sentido. Empero, tal creencia ha sido desplazada como consecuencia de una nueva concepción de la separación de poderes. Con ello, el juez “con su decisión es capaz de crear una solución que puede revestir carácter persuasivo y exigirse en otros casos con un alcance general”.[3] Lo anterior ratifica que “la jurisprudencia cobre vida como fuente del derecho no sólo en países del common law, donde se ha desarrollado el concepto del precedente, que en esencia obliga o vincula en la solución de nuevos casos, sino también como un fenómeno común a todos los ordenamientos, en los cuales, cada vez con más fuerza, se reconoce valor a la jurisprudencia, aunque no obligatoria, para entender que aquella produce un efecto de persuasión o disuasivo que puede servir de base para la resolución de conflictos futuros”.[4] Los jueces en su actividad de aplicación del derecho, “advierten a veces lagunas en las leyes en relación con los casos de que conocen, aunque, a diferencia del legislador, están obligados a llenarlas y a fallar el caso de que se trate, no estándoles permitido omitir el fallo a pretexto de que no existe ley sobre la materia”.[5] Ello está consagrado en el artículo 170 Nº 5 del Código de Procedimiento Civil, así como en el artículo 76 de nuestra Carta Fundamental. “La ciencia del derecho viene mostrando un creciente interés por el papel que las decisiones judiciales anteriores tienen en la solución de los casos futuros”.[6] La jurisprudencia como fuente del derecho,[7] implica que el juez debe jugar un papel preponderante, ya que ha sido llamado por el ordenamiento jurídico a colaborar con esta problemática de integración del derecho, independientemente de la solución que eventualmente pudiera dar el legislador. Empero, no debe enfrentar dicha problemática en forma de proposiciones homologables a las de un jurista, sino que sólo debe pronunciarse sobre el caso no regulado, vinculando a las partes litigantes en el caso particular.[8] Existe un cierto dramatismo entre la ley y el derecho, pues el derecho se regenera pese a la ley, ya que la fuente del derecho no tiene su fin en lo que crea el legislador, sino que comprende además a la costumbre, y en particular la que surge de la jurisprudencia, en sentido amplio, abarcando por ende a la doctrina.[9] Pero, ¿qué ocurre cuando la jurisprudencia formada sobre una institución jurídica en particular, es contradictoria y difusa? Este panorama de poca claridad surge –a nuestro entender– por un problema doctrinario y propio de la enseñanza del derecho. En los juristas reside la responsabilidad por no aplicar la ciencia, conocimientos y principios del derecho a las instituciones propias del tráfico jurídico y económico.[10]-[11] Es necesario superar el formalismo en la enseñanza del Derecho, es decir, terminar con la enseñanza reduccionista y la escisión entre la teoría y la praxis que como se dijo en el ámbito del Departamento de Filosofía de la Universitat de Valéncia, es “la enfermedad mortal de nuestras facultades”.[12] Lamentablemente el particular que nos convoca, no ha sido llevado por los tratadistas con un criterio armónico; por el contrario, se ha planteado un debate por décadas que ha contribuido únicamente a dividir y confundir el pronunciamiento jurisprudencial. “La crítica a los reduccionismos en la enseñanza del derecho insiste, de modo general, en la inadecuación de una docencia que separa, de un lado, la Ciencia del Derecho de la praxis, y de otro, el Derecho mismo respecto a la política o, si se prefiere, respecto a su auténtica dimensión social –la inserción de lo jurídico en una praxis concreta–. Naturalmente, todo ello supone la imposibilidad de plantear el problema metodológico –cómo enseñar el Derecho– sin una previa toma de postura acerca del propio concepto de Derecho y de la función de los juristas, porque resulta obvio que, si existe crisis de las facultades de Derecho, es porque están también en crisis las sociedades a las que el Derecho se dirigía y también las manifestaciones contemporáneas de lo jurídico”.[13] En realidad la enseñanza del Derecho es compleja, ya que posee en algunas facultades formas antidogmáticas, por lo que no sólo debe revisarse los métodos de tal enseñanza, para ver si es preciso implementar otros tantos, sino también consideramos que debe plantearse la interrogante acerca de qué es lo que se enseña y quienes son los sujetos que deben recibir dicha información. No debemos olvidar que los jóvenes que ingresan a las aulas van a desempeñarse en el futuro en diversos ámbitos del quehacer jurídico, tanto en el ámbito público como privado. Tales ámbitos son tan diferentes en algunas situaciones, tal como es el Derecho en diversas de sus ramas. Por lo anterior, no es difícil corresponder con la tesis de que el fenómeno de la disparidad jurisprudencial, tiene que ver en algún grado con los métodos utilizados en la enseñanza jurídica. Es necesario un acercamiento profundo entre la teoría y la praxis, lográndose esto en poner la atención al case law, recuperando la tradición medieval de la disputatio, que potencie la discusión, con lo que se afirma aún más la calidad de la argumentación jurídica que lleva al jurista integral y crítico, que sepa aplicar las leyes, lo que lo desmarca del mero leguleyo (repetidor de leyes), del jurisperito (técnico en la controversia legal) y del rábula (mero desarrollador del estudio crítico de la ley).[14] En reiteradas ocasiones, la falta de conocimiento de las instituciones jurídicas se ve reflejada en el desempeño de los tribunales. Para ejemplificar lo anterior, traemos a colación un fallo en que la Corte Suprema, de oficio, dejó sin efecto la resolución de un juez que dio tramitación incidental a una solicitud de un tercero en el juicio ejecutivo, que en forma de advertencia señaló que si la demandante persevera en embargar bienes en el domicilio indicado por ella interpondrá la respectiva tercería. Ello en vista a que sólo se admite en dicho juicio la intervención de terceros en la forma prescrita en el artículo 518 y siguientes del C.P.C. Dicho fallo expresa: “Se llama la atención a la juez del Decimoctavo Juzgado Civil de Santiago, por la falta de estudio que denota la irregular tramitación del proceso”.[15] Ello demuestra que en algunos jueces, existe confusión y poco conocimiento sobre el particular. Alberto Spota cita a Maurice Hauriou, quien en Aux sources du droit, páginas 188 y siguientes, expresa: “los poderes creadores de la jurisprudencia han acrecido...los juristas, teniendo más acción sobre la jurisprudencia que sobre la legislación, han comprendido que de este lado participarían con ventaja en el poder creador del derecho”.[16] En otras palabras, el cometido jurisprudencial que dice relación con otorgar un complemento al ordenamiento jurídico, presenta obstáculos, por lo que los jueces cuentan con el servicio de la doctrina. Así nace el concepto de doctrina como prejurisprudencia, desarrollada por especialistas para que al fin del proceso el juez pueda domeñar ésta a los hechos.[17] Pero existiendo jurisprudencia contradictoria, consideramos que al ser acogida por el juez, adoptando alguna postura, se afecta uno de los principios básicos del derecho, cual es la seguridad o certeza jurídica. La diferencia fundamental entre el sistema jurídico anglosajón y el europeo-continental, dice relación con el principio stare decisis, presente en el primero, según el cual los jueces están obligados a seguir los criterios contenidos en sus propias decisiones; es decir, se trata de un principio técnico que determina la obligatoriedad del precedente, aludiendo a la jerarquía de los tribunales.[18] El Derecho común Anglosajón se resume en el case law del Derecho Romano. “El stare decisis, es el antecedente romanista del actual derecho latino y tiene de común con el case law, el estarse a lo decidido, a lo resuelto con anterioridad. Ambos derechos arrancan de ese punto”.[19] El sistema del precedente posee algunos fundamentos básicos, [20] como la igualdad en la proyección del precedente, por lo cual los litigantes tendrán el mismo trato ante los tribunales; economía, por cuanto se ahorrará tiempo y energía en la resolución de casos análogos; y la previsibilidad, que implica un saber a qué atenerse más adelante. En nuestro sistema, si bien es cierto, no existe tal obligación manifestada en el principio del stare decisis, no puede negarse el hecho que la jurisprudencia que se ha formado sobre determinada materia jurídica, presenta un rol importante como fuente material, puesto que va a influir en las decisiones futuras del mismo tribunal y en las de los de carácter inferior. “La aplicación práctica de un sistema de precedente vinculante resulta extremadamente difícil sin la existencia de una fundamentación razonada que permita identificar la ratio decidendi de cada fallo y que indique al público las razones generales con que el juez se compromete a futuro”.[21] (“Ratio decidendi significa, en general, ‘razón para decidir’, y en el ámbito del derecho vendría a ser la razón (o las razones) de un tribunal para decidir un caso de una determinada manera”[22]). Pese a lo anterior, existen posturas que convergen en la llamada virtualidad del precedente,[23] apuntando básicamente a que las decisiones judiciales deben apoyarse en ciertos principios, siendo uno de ellos la llamada seguridad jurídica que se manifiesta en la exigencia de previsibilidad de las decisiones; más todavía cuando el legislador no ha regulado con suficiente acierto la naturaleza jurídica de una institución propia del derecho procesal. Debemos ser cautelosos y reconocer que “la unidad de la jurisprudencia debe ser mirada como una auténtica garantía, que permita –de un modo razonable– prever el contenido final de la decisión para los casos análogos, evitando la arbitrariedad judicial”.[24] La Ley Nº 19.374 introduce en nuestra legislación el artículo 780 del C.P.C., el cual consagra que luego de la interposición de un recurso de casación en el fondo, “cualquiera de las partes podrá solicitar, dentro del plazo para hacerse parte en el tribunal ad quem, que el recurso sea conocido y resuelto por el pleno del tribunal. La petición sólo podrá fundarse en el hecho que la Corte Suprema, en fallos diversos, ha sostenido distintas interpretaciones sobre la materia de derecho objeto del recurso”. Si bien es cierto que este precepto legal se reconoce como instrumento para lograr, en determinadas materias, la uniformidad jurisprudencial, hasta la fecha el pleno del Tribunal Supremo no ha resuelto ninguna de las presentaciones que se han formulado, puesto que los peticionarios se han desistido de sus requerimientos, por lo que el análisis de esta figura sigue quedando en la teoría. Ello sin perjuicio del potencial de aquel instrumento unificador, teniendo para algunos, la sentencia de la Corte Suprema que unifica doctrina jurisprudencial, un valor cuasi legislativo.[25] Por lo anterior, y para el caso que estamos analizando, se debe determinar qué principios jurídicos están en directa afectación frente al pronunciamiento jurisprudencial no uniforme y si es factible y pertinente un pronunciamiento del legislador sobre la materia. Seguridad jurídica y lagunas normativas. El derecho, tiene determinados fines reconocidos en doctrina, dentro de los cuales se instituye la seguridad jurídica, [26] la cual configura un estado de las cosas que lleva implícita una organización de hecho que resguarda la integridad de los individuos, tanto en su persona como en sus bienes. En otros términos, tal certeza es una garantía dada a los individuos de que su persona, sus bienes y sus derechos no serán objetos de ataques violentos o que, si éstos llegan a producirse, le serán asegurados por la sociedad, protección y reparación; por lo que, estará en condición de seguridad quien tiene la garantía de que su situación no será modificada sino por procedimientos societarios y por consecuencias regulares. [27] La falta de pronunciamiento legal sobre la naturaleza jurídico-procesal de las tercerías del juicio ejecutivo configura una laguna normativa procedimental, por cuanto afecta elementos propios del proceso, como la calidad de la sentencia que se pronuncia sobre ellas, los recursos que proceden sobre la misma, el modo en que han de practicarse las notificaciones, entre otras temáticas, cuya afectación genera incertidumbre en el desenvolvimiento de los litigantes dentro del proceso. En vista de aquello, apelamos a recalcar que “la seguridad jurídica y la certeza del derecho es un valor de alto grado en la escala axiológica”, [28] por lo que no podemos dejar de establecer los alcances que dicho valor ha de tener para los sujetos procesales. Compartimos la opinión de don Jorge Millas Jiménez, quien entiende por seguridad jurídica “la situación peculiar del individuo como sujeto activo y pasivo de relaciones sociales, cuando estas relaciones se hallan previstas por un estatuto objetivo, conocido y generalmente observado”.[29] Si analizamos detenidamente este concepto, se puede apreciar en primer lugar, al sujeto como actor social, al llamado hombre social, quien a través de un estatuto compuesto por un conjunto de normas jurídicas preestablecidas, adquiere certeza con respecto a sus relaciones; es decir, sabrá de antemano con qué cuenta como norma exigible para su relación frente a los demás. Se trata, en efecto, de un valor jurídico, pero no por ser el derecho como tal una cosa valiosa, sino que la seguridad jurídica es el valor de una cosa formalmente referida al derecho.[30] La seguridad jurídica puede tener una cuota mínima e indispensable para los habitantes de un país, quienes a través del derecho positivo sabrán lo que está permitido y lo que está prohibido. “Cuando el particular se siente desamparado e inseguro por una norma jurídica defectuosa sabe, sin embargo, a qué atenerse, pues sabe que no está asegurado, y ese sólo saber es ya una seguridad negativa, la de que el Derecho no llega directamente hasta él (...)”.[31] Pero no debemos conformarnos con una seguridad de tipo negativa, que significa un mínimo como consecuencia de estar conscientes que un determinado cuerpo de leyes carece de una solución o pronunciamiento claro sobre determinada materia. Ello a nuestro juicio, sólo es una base para llegar a una certeza jurídica; una base que proporciona una certeza sobre un hecho, la cual pertenece a otro tipo de seguridades, puesto que la seguridad jurídica es una seguridad específica. Se trata sin lugar a dudas del “requerimiento de toda sociedad moderna y libre para desenvolverse racionalmente dando estabilidad a los agentes productivos y certeza a los individuos acerca de cuales son sus derechos y cuales son sus deberes.[32] Por lo anterior, para que estemos en presencia de una certeza jurídica, se agregan a este mínimo de seguridad, los elementos consistentes en la certeza del conocimiento fácil de las normas jurídicas por parte de quienes deben acatarlas, la existencia de un poder judicial independiente y una certeza respecto a que las normas serán efectivamente aplicadas por los tribunales independientes, es decir, con facultades de aplicación de la ley sin intervención de otros poderes públicos.[33] Así, las normas “deben ser precisas, claras, sencillas, coherentes y, en la medida de lo posible, estables, constituyendo un sistema fácilmente inteligible y localizable por el ciudadano al que va dirigido, para que éste se sienta atraído y no repelido por su conocimiento. Sólo de esta manera, creemos que aquéllas estarán al verdadero servicio de la certeza del sistema jurídico y, por ende, de la aplicación efectiva del principio de seguridad”.[34] Empero, cuando hablamos de una laguna normativa de carácter procesal –como la que nos convoca en el presente estudio–, debemos volver al concepto amplio que nos da Jorge Millas sobre seguridad jurídica, el cual apunta al individuo mismo, cuando sus relaciones sociales se hayan previstas por el ordenamiento jurídico. Decimos esto, por cuanto creemos preciso que esta seguridad jurídica en derecho procesal se obtiene además por la certeza acerca de la cobertura de las normas procesales ante las relaciones de los individuos, ya que como ocurre precisamente en el caso particular que venimos analizando, la afectación de este valor jurídico se ve finalmente concretada producto del desempeño ambivalente que muchas veces la jurisprudencia desarrolla frente a vacíos normativos. Lo anterior queda sin lugar a dudas establecido con respecto a las tercerías del juicio ejecutivo, donde al no existir un pronunciamiento claro y preciso del legislador, la actividad jurisprudencial lamentablemente no ha sido uniforme. Así, el procesalista mexicano Humberto Briseño Sierra señala que la certeza permite, en los sistemas de derecho escrito, constatar o confrontar documentalmente la existencia de la norma. Tener certeza es conocer la existencia de la norma jurídica, pero tener la seguridad es saber probadamente su sentido positivo. En innumerables ocasiones el mismo precepto es aplicado en sentidos diferentes, lo que produce certeza de su ser e inseguridad de su significado.[35] En efecto, no puede decirse que en materia de tercerías, por ejemplo, existe una seguridad acabada, por cuanto el Código sólo señala la forma en que se tramitarán tales institutos, lo que se torna impreciso y genera matices jurisprudenciales que devienen en una incerteza ante determinadas actuaciones judiciales y el ejercicio de recursos o acciones[36] que podrían dilatar un procedimiento que el legislador consideró rápido y expedito, generando a su vez perjuicios a los interesados en este. Y lo anterior se reafirma dando a entender qué es lo que se concibe por derecho, es decir, adentrándonos al concepto mismo en una conexión con el valor de la seguridad. No vamos a entrar a dilucidar las distintas concepciones del derecho, sino más bien dar un concepto relacionado con el tema planteado. Así el derecho es “la instancia determinadota de aquello a lo cual el hombre debe atenerse en sus relaciones con los demás –certeza–, pero no sólo certeza teórica –saber lo que debe hacer–, sino también certeza práctica, es decir, seguridad.; saber que esto tendrá forzosamente que ocurrir porque será impuesto por la fuerza si fuere necesario, inexorablemente”.[37] Lo que planteamos en estricto rigor es que junto con la certeza del conocimiento fácil de las normas por parte de los sujetos, de la seguridad en su aplicación, que involucra al Poder Judicial como garante ante los posibles abusos de particulares y otros poderes del Estado, en resguardo del principio de legalidad y de los derechos Constitucionales, con respecto a las normas procesales, si realmente aspiramos a hacer más perfectible nuestro sistema jurídico, debemos exigir como cuota mínima que se contemplen y regulen con responsabilidad y eficiencia por parte de quienes legislan, la totalidad de las relaciones jurídico-procesales, y en especial la naturaleza de instituciones básicas, más aún como la descrita en este estudio, que conlleva un quebrantamiento en la actividad ejecutiva que realiza un sujeto en forma legal. En efecto, debemos entender que “sin seguridad –sin previsibilidad de las consecuencias de la propia acción ni el control de las posibles interferencias ajenas– la justicia sacrificaría profundamente su contenido, al convertirse en la superflua ponderación de posibilidades meramente teóricas”.[38] Pérez Luño en forma notable señala que “la superación del formalismo legalista no desemboca en un decisionismo arbitrario del juez (...) la falta de sumisión estricta del juez a la literalidad de la ley no implica su desvinculación de determinados parámetros de orientación y control.[39] Por ejemplo, consideramos que en la dinámica del proceso de ejecución, en el cual el legislador estableció un proceso rápido, conviene acudir al parámetro orientador consistente en dicha rapidez y eficiencia de la ejecución, a lo cual se adviene considerar para muchos efectos prácticos a las tercerías como incidencias del proceso y jamás como juicios totalmente independientes. Ello a través del uso del argumento del control y orientación que ofrece el conocimiento de la dinámica de los procesos. Es preciso señalar que en el escenario del juez y el derecho, existen teorías como la de la subsunción del derecho, entre otras. Una de estas teorías es la Escuela del derecho libre, la cual rechaza los principios de vinculación del juez a la norma y de plenitud de la ley, dando paso a la plenitud del derecho, postulando un juez creador autónomo de derecho inconciliable con los ideales de la legalidad, de la pasividad, de la fundación racional, del carácter científico, de la seguridad jurídica y de la objetividad. Frente a esta última teoría, Peces-Barba afirma que se trata de “un planteamiento insuficiente, parcial o erróneo que no ayuda a desentrañar el problema de la creación judicial del derecho sino que, por el contrario, lo entorpece”.[40] Lo cierto es que la libre creación del derecho por los jueces contiene múltiples riesgos, como lo han descrito muchos autores como Dworkin, entre otros. Ello también haciendo hincapié en la coherencia constitucional y la legitimidad democrática de la concepción de la división de poderes. “Afirmar la creación judicial del derecho, implica un doble error: de un lado supone atentar a la legitimidad democrática puesto que el juez no crea, sino que aplica el derecho que proviene del legislador; y, de otro, aplicar retroactivamente el derecho”.[41] La seguridad jurídica junto a la justicia son dos fines fundamentales del derecho positivo. Cabe señalar que algunos creen que serían inconciliables y que la estructura que genera la seguridad jurídica, en algunos casos no permite hacer justicia. Es aquí donde tiene auge la labor a que ha sido llamada la jurisprudencia, o mejor dicho la labor del conjunto de jueces en un sistema jurídico. De esta manera, “tal conciliación es factible y que, precisamente en ello consiste la labor tal vez más importante que cabe a los hombres de derecho, y que debe materializarse a través de la jurisprudencia, entendida, para estos efectos, como la sentencia que dicta el Juez al resolver el asunto controvertido sometido a su decisión, creando, de esta manera, una verdadera norma jurídica de carácter particular, amparada en el sistema normativo vigente, interpretado mirando hacia lo justo”.[42] Debe haber en definitiva, conciliación entre la seguridad y certeza del derecho y las demandas de justicia; un acercamiento entre seguridad jurídica y justicia.[43] En el caso de las tercerías y la determinación de su naturaleza, se puede apreciar que la labor del juez no es una simple operación silogística, por cuanto el carácter que este otorgue a tal instituto no tiene previsión expresa en una normativa general, sino que su decisión se basa en los conocimientos propios adquiridos de acuerdo a su posición dentro del debate doctrinario y jurisprudencial sobre la materia. Así, sentimos que en esta temática, no se estarían alcanzando a nivel macro, ni los niveles de seguridad ni de justicia jurídica esperados por la comunidad. Es cierto que la labor jurisprudencial no es una simple sumisión de los hechos del juicio a normas invariables, que coincidan siempre en un mismo camino y resultado, pero cuando hablamos de institutos procesales de amplio uso, debería existir una decisión del legislador que encamine y facilite la labor del juez. El que el legislador se decida por uno u otro camino doctrinario, en relación a una determinada institución jurídica, debe verse siempre como un avance, y uno de gran jerarquía, ya que pasa a pulir un aspecto de nuestro ordenamiento, de uso cotidiano, tanto por los sujetos de la comunidad en sus relaciones jurídicas, así como los magistrados de la República en sus decisiones. La labor de la Corte Suprema para la unificación jurisprudencial, puede esbozarse en la tarea que el legislador a puesto en el Tribunal Pleno, en el artículo 780 del C.P.C., como lo adelantáramos algunos párrafos atrás. Pero en materia de tercerías, pareciera necesario un pronunciamiento categórico de nuestro legislador, ya que al no existir claridad sobre el verdadero alcance de la intervención de terceros dentro del proceso de ejecución, el sujeto como actor procesal no dimensiona con certeza el tratamiento al que ha de someterse dentro del litigio. Lo anterior, por cuanto al ignorarse la naturaleza del instituto en estudio, nacerían diversas dudas, no obstante estar regulada su tramitación por nuestro legislador. La contradicción de criterios de los jueces genera sin lugar a dudas incertidumbre en los sujetos procesales. Ello se puede apreciar en diversos ámbitos, no sólo entre los tribunales ordinarios. Así, “se puede señalar que pueden generarse y, de hecho, se han generado decisiones contradictorias entre el Tribunal Constitucional y la judicatura ordinaria, por lo que ni los titulares de los derechos fundamentales ni el poder público pueden saber con certeza el ámbito de garantía de los mismos. Y tal diseño institucional no sólo genera incerteza jurídica, sino que atenta también contra el principio de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Por otra parte, se presenta también como políticamente inconveniente, puesto que no orienta la acción de los órganos públicos y arriesga el peligro de generar, a través de distintas lecturas, varios textos constitucionales”.[44] Mediante lo anterior, vemos las consecuencias que puede generar las decisiones contradictorias, y que el atentado contra el valor seguridad jurídica, puede desencadenar una contravención al principio de igualdad ante la ley que garantiza nuestra Carta Fundamental. Por ello, se considera a la jurisprudencia con un rol de fuente en nuestro derecho, ya que “se ha valorado el principio de igualdad y se ha entendido que la no discriminación también llega a los actos de los tribunales de justicia”.[45] Un cambio legislativo en materia de tercerías podría llevar a pensar, en un principio, que se estaría vulnerando el principio de la seguridad jurídica, produciéndose un contrasentido ya que dicho valor jurídico atiende a la “conservación” del régimen jurídico, a su estabilidad.[46] Empero, si bien ello puede plantearse como un razonamiento válido y legítimo, nos parece que el verdadero atentado contra la seguridad jurídica es el que se produce en los hechos, por cuanto aquí no existe una norma que especifique la naturaleza jurídica de las tercerías en el proceso de ejecución, junto con la no definición de los incidentes, lo que genera, como vimos, una dicotomía de criterios tanto en las actuaciones del juicio, así como a las decisiones de los tribunales en materias como la procedencia de ciertos recursos en contra de la sentencia que se pronuncia en estos procedimientos. Seguridad jurídica y derecho procesal. El propósito que persigue el derecho se obtiene por la certeza de la norma –en principio– sumado a la certeza de su cumplimiento. Así, la seguridad jurídica la debemos relacionar con la justicia jurídica como principio,[47] vinculándose a la seguridad varias instituciones del derecho procesal, entendido este último como un derecho de carácter instrumental, dotado de autonomía, cuyo servicio se radica hacia la seguridad jurídica. El derecho procesal está hecho, en definitiva, para amparar la primera tarea que se exige al derecho, cual es la seguridad jurídica, para poder estar a salvo dentro de la comunidad.[48] Empero, ¿qué ocurre cuando nos encontramos con una laguna normativa que dice relación con la esencia de una institución procesal? Naturalmente, la exigibilidad de seguridad jurídica, a nuestro juicio, adquiere niveles de didactismo insuperables, puesto que el vacío motivo de análisis afecta la práctica o desarrollo de los litigantes en el proceso mismo. El caos o dispersión jurisprudencial en nuestro sistema, “ha estado presente más allá de lo deseable, comprometiendo en muchas ocasiones el valor de la seguridad jurídica y actuando como aliciente para la litigiosidad temeraria”.[49] El derecho procesal es un derecho instrumental, por cuanto es la herramienta dispuesta para la ejecución del derecho substancial, estando al servicio de la seguridad jurídica. [50] Si hablamos de una laguna normativa sobre una institución propia del derecho procesal, este derecho, respecto de los casos en que se ve involucrado aquél instituto, no estaría respondiendo a los ideales de seguridad jurídica como fin propio del derecho. En definitiva, debemos prestar mucha atención a este servicio que el derecho procesal presta como garante de la certeza jurídica. Para probar nuestro planteamiento de conectividad entre la seguridad jurídica que exigimos y la naturaleza de las tercerías del juicio ejecutivo como instituto de derecho procesal, analizaremos a continuación tres de las instituciones que en doctrina, son consideradas básicas de la seguridad. Tales son: La acción, el órgano jurisdiccional y el régimen de recursos. a) La acción. Esta constituye base de la seguridad porque “con su ejercicio se coloca al órgano jurisdiccional en la necesidad de conocer del conflicto que se plantea y dictar una resolución en torno a éste, la que será o no favorable a quien plantea la pretensión según si el juez tiene o no certeza sobre los hechos en que ella se funda”.[51] Pero tal seguridad, en el caso propuesto, no se mantendrá una vez iniciado el proceso, ya que no existirá certeza sobre el tratamiento que debe darse a la intervención del tercerista; al proceso que genera su accionar, ello sin perjuicio de la existencia del artículo 521 del C.P.C., porque como lo vimos en su oportunidad, aquél se refiere únicamente a su tramitación, y no necesariamente a la verdadera naturaleza de la institución, por lo que habrán dudas sobre notificaciones, mandato, etcétera. Es preciso recordar aquí que “se da el nombre de tercería a la intervención misma del tercero en el juicio y a la acción que éste ejercita.[52]  En este sentido, no habría certeza de la naturaleza de la acción misma, o si se quiere, de la naturaleza de la intervención a que da lugar la acción del tercero. b) El órgano jurisdiccional. Por tal se entenderá al sujeto individual o plural en el cual se concibe la jurisdicción o poder-deber de resolución de controversias. La delimitación legal de este órgano se vincula estrechamente a la concepción de seguridad. Pero cuando utilizamos esta institución, no aludimos a las ideas básicas como la llamada sedentariedad de los tribunales, su disponibilidad en un lugar determinado de la República y demás símiles, sino que apuntamos directamente a la competencia del tribunal que conoce de la tercería. Este es el mismo que conoce del juicio ejecutivo, por cuanto al ser una cuestión incidental entendida como juicio accesorio, mantiene dependencia del juicio principal. Ello explica que el artículo 111 inciso 1º del Código Orgánico de Tribunales, prescriba: “El tribunal que es competente para conocer de un asunto lo es igualmente para conocer de todas las incidencias que en él se promuevan”. Pero no podemos desconocer que la seguridad que otorga el decidirse, en este caso en particular, por su carácter incidental, contrasta con la  incertidumbre –aunque sea en doctrina– producida por no adoptar en forma categórica, mediante un pronunciamiento del legislador, una opción sobre la naturaleza de la tercería. Decimos en doctrina, por cuanto los tribunales aceptan la prórroga de la jurisdicción en estos casos. En consecuencia, si un juez inferior conoce de un juicio ejecutivo, es competente para conocer de las tercerías que en él se entablen, aunque el valor de los bienes que se reclaman por el tercero o el crédito que se hace valer, sean mayores que los establecidos por la ley para la competencia del juez, ello por aplicación del principio legal anteriormente citado. Pero al no haber un pronunciamiento legal sobre la calidad jurídica de las tercerías, no es posible desconocer la existencia de resoluciones de nuestros tribunales que consideran a éstas como juicios independientes del principal; pensamiento que puede llegar al extremo de estimar que para determinar el juez competente para su conocimiento, habría que considerar el factor de la cuantía y aplicar las reglas generales de competencia, lo que sería, a nuestro juicio, absurdo. c) El régimen de recursos. Con respecto a esta institución, coincidimos con el profesor Mario Mosquera Ruiz, en el sentido de otorgarle un carácter vital dentro de la seguridad jurídica.[53] Ello quiere decir que la seguridad se adquiere por el hecho de existir claridad en entregar una determinada resolución, en los casos establecidos por el legislador, no sólo al criterio de un tribunal, sino que además puedan revisarse los hechos y el derecho para finalmente resolver el asunto sometido a su decisión. Pero la seguridad no se agota en la reglamentación propiamente tal de los recursos, sean de casación, apelación u otros, sino que al ser una situación peculiar del individuo como sujeto activo y pasivo de relaciones sociales, las cuales deben estar previstas por un estatuto objetivo, se debe atender al individuo mismo. Por tanto, ¿existe para el tercerista o para los demandados (ejecutante y ejecutado), en el proceso iniciado por el primero, seguridad sobre los recursos que poseen contra la resolución que se pronuncia para tal intervención? Si no es posible determinar sin lugar a discusión el alcance de la tercería, lógicamente no se sabrá con exactitud la naturaleza de la resolución que se pronuncia sobre ellas, lo que trasunta inevitablemente en una falta de previsibilidad con respecto al derecho a deducir, en una situación de hecho, un determinado recurso procesal. Por ende, si la resolución que se pronuncia sobre una tercería no cumple todos los requisitos del artículo 170 del C.P.C., el sujeto, en su calidad de litigante (entiéndase por tal, a consecuencia del conflicto generado por el tercerista), podría considerar legítimo su derecho a casar en la forma dicho pronunciamiento judicial. En relación a que son los sujetos procesales quienes viven la situación peculiar objeto de la seguridad jurídica, evidentemente, al no haber claridad sobre la naturaleza de las tercerías como institutos procesales, no es posible determinar con exactitud el carácter de la sentencia que las dirime, y como cada recurso establecido por el legislador es aplicable a determinadas resoluciones judiciales, no se cumpliría con los ideales de certeza que el régimen de recursos, según la doctrina, debería tener como institución básica de garantía de la seguridad. La administración de justicia se conforma en base a los procedimientos establecidos por el legislador. El proceso esta compuesto por varios actos, tanto de las partes o interesados, terceros y del propio tribunal. Pero, ese conjunto de actos y la forma en que se llevan a cabo, que se denomina genéricamente procedimiento, no son el único fenómeno que puede desatar una incerteza manifiesta. Hemos visto como la laguna normativa con respecto al instituto de las tercerías, junto con problemas un poco más de fondo que nos llevan al tratamiento de los incidentes, producen una dualidad de pronunciamientos a nivel jurisprudencial respecto al tratamiento de temas específicos, entre otros, el régimen de recursos frente a la resolución que falla las tercerías en el proceso de ejecución. Empero, es importante tomar conciencia que de acuerdo a la realidad de cada Estado, puede ocurrir otro fenómeno a la par y que dice relación con la ineficiencia de la administración de justicia por factores como la falta de recursos económicos, la escasa cobertura territorial, deficiencias en la selección del personal, falta del sistema de carrera funcionaria, corrupción, utilización de recursos procesales con fines dilatorios, leyes procesales anticuadas, excesiva carga laboral, lo que genera una selectividad en el trámite de los procesos; factores que se han dado en países como Guatemala y que han provocado una reacción a nivel doctrinario sobre el particular. Así en el contexto de la realidad jurídico-práctica de aquel país, se ha señalado que “la vulnerabilidad de todas las entidades que conforman el sector justicia imposibilita que la seguridad ciudadana sea una realidad, porque el ciudadano se ve indefenso ante los abusos de los particulares y del mismo Estado, lo que le produce un sentimiento de inseguridad que proviene de la incertidumbre del respeto a su vida, su patrimonio y sus derechos, y de la expectativa de que no habrá castigo a los infractores de la ley”.[54] Seguridad jurídica y economía procesal. Luego de los argumentos y reflexiones expuestos con anterioridad, no es difícil poder corresponder con una opinión que es una mera aplicación de la lógica: si existe una mayor acuciosidad en la elaboración de la ley, mediante una técnica legislativa que en el caso del derecho adjetivo facilite los procedimientos y depure el conducto por el cual los sujetos procesales hacen valer sus intereses, ya sea en el plano contencioso o cuando no existe contienda, el principio de la seguridad jurídica se hace patente ante un determinado problema normativo que se ha resuelto mediante el mecanismo de la ley, producto de un examen ex ante de factibilidad y en que el camino lógico, de acuerdo a la naturaleza de la deficiencia normativa, hacen imponer una actuación pronta del legislativo. Empero, este nexo lógico que lleva a la certeza del derecho a ser una realidad plasmada en la práctica forense junto con conservar su jerarquía de principio rector del derecho, no es el único que se puede sacar a colación en esta oportunidad, pues existe un ideal que hoy en día es una prioridad para el interés social y sobre todo a la luz de la implantación y mejora de los procedimientos en toda clase de materias propias del derecho. Dicha finalidad, y que hoy por lo demás debe imponerse, por el constante flujo que existe en nuestros tribunales de justicia, es la llamada economía procesal. “El principio de la economía procesal consiste, principalmente, en conseguir el mayor resultado con el mínimo de actividad de la administración de justicia. Con la aplicación de este principio, se busca la celeridad en la solución de los litigios, es decir, que se imparta pronta y cumplida justicia. En virtud de la economía procesal, el saneamiento de la nulidad, en general, consigue la conservación del proceso a pesar de haberse incurrido en determinado vicio, señalado como causal de nulidad”.[55] Quién más interesado en este concepto que los propios sujetos procesales, es decir, toda persona que en una eventualidad puede verse enfrentado a un diverso proceso judicial, tanto en el plano penal, civil, laboral, entre otros. La carga de los tribunales, y los abusos de ciertos funcionarios de algunos juzgados de nuestro país en las prácticas ajenas a toda formalidad y que muchas veces burlan la verdadera intención y letra de las normas jurídicas, son el lastre y lacra que finalmente cercenan todo tinte de principio de seguridad. Si la norma no es clara en algún aspecto que puede ser esencial sobre una determinada materia, por más específica que pueda ser la regulación de una institución de derecho, existirán vacíos que pueden a la postre significar una perdida de tiempo y una dilación de los procedimientos. Por ejemplo, la dilación de los procesos en algunas materias ha sido descrita y prevista por el legislador, sancionando el hecho de dilatar una determinada etapa procesal, mediante algún recurso o trámite que si bien en principio es permitido interponer, puede demostrarse con el transcurso del tiempo, mediante la propia inactividad de quien le dio inicio, que sólo fue un obstáculo o subterfugio para poder ganar tiempo en alguna defensa, que incluso puede llegar a ser tiempo grato para la práctica de diversos negocios que pueden burlar el éxito de la acción de la otra parte en el sentido práctico, puesto que el patrimonio, de acuerdo al principio de responsabilidad presente en el artículo 2465 del Código Civil, es donde finalmente recaen las condenas estimables pecuniariamente. Ejemplo de esta dilación, es por ejemplo, el caso de la demanda reconvencional que se puede deducir en el procedimiento ordinario de mayor cuantía, ya que contra ella pueden interponerse las excepciones dilatorias del artículo 303 del Código de Procedimiento Civil, las que deben oponerse dentro del término de 6 días y todas ellas en un mismo escrito, por cuanto según el artículo 317 inciso 2º (agregado por la Ley Nº 18.705), “acogida una excepción dilatoria (opuesta por el demandante en relación a la demanda reconvencional), el demandante reconvencional (demandado) deberá subsanar los defectos de que adolezca la reconvención dentro de los diez días siguientes a la fecha de notificación de la resolución que haya acogido la excepción. Si así no lo hiciere, se tendrá por no presentada la reconvención, para todos los efectos legales, por el solo ministerio de la ley”. Nótese que aquí existe una sanción específica, introducida por reforma del legislador, para una actuación que se presenta como una “dilación” que no es subsanada con oportunidad, puesto que se estableció un plazo de diez días desde la notificación de la resolución que se pronuncia favorablemente sobre las excepciones dilatorias opuestas en contra de una demanda reconvencional y en que se cautela no seguir adelante con una actuación que sólo dilató el procedimiento, y lo hará aún más si no se salvan tales errores, lo que queda demostrado con las expresiones “se tendrá por no presentada la reconvención, para todos los efectos legales, por el solo ministerio de la ley”. Y esto último, porque para el caso de interponer excepciones dilatorias a la demanda principal, si ellas se acogen, no existe plazo inmediato para que el demandante deba corregir tales vicios, ya que en tal caso el legislador entiende que es suficiente que la negligencia en no corregir su acción, sea sancionada mediante otras instituciones como el abandono del procedimiento que podría alegarse por el demandado tanto como acción o excepción, etcétera, lo que es diferente al caso de las excepciones acogidas contra la demanda reconvencional, por cuanto es accesoria a un procedimiento en que también por razones de economía procesal se permite su implantación, siempre y cuando se de cumplimiento a los requisitos establecidos por el texto legal en referencia. Otro tanto ocurre con las llamadas medidas prejudiciales precautorias, en donde también podemos encontrar como justificación indirecta la economía procesal, ya que en base a tal principio, se permite la implantación de este instituto, evidentemente, por cierto, directamente por otras razones más poderosas como el aseguramiento de la acción del futuro actor, ante un eventual movimiento dentro del patrimonio del futuro demandado. En efecto, tales medidas tienen por fin asegurar el resultado de la acción con anterioridad al inicio del juicio, sancionándose al que interpuso estas medidas precautorias ex ante, cuando luego de acogidas, no presenta la demanda o no ratifica en un determinado plazo las medidas solicitadas en la gestión previa. En efecto, las medidas prejudiciales precautorias sólo corresponde solicitarlas al futuro demandante, siendo aquellas destinadas a asegurar el resultado de la acción que se pretenda instaurar. Una vez que el tribunal ha accedido a la solicitud de tales medidas, el futuro demandante tiene como obligación presentar su demanda en el término de diez días y pedir que se mantengan las medidas decretadas, conforme lo prescribe el artículo 280 inciso 1º del Código de Procedimiento Civil. Si el futuro demandante no deduce oportunamente su demanda, o si a pesar de haberla deducido oportunamente la demanda no pide que continúen en vigor las medidas precautorias decretadas o al resolver la petición el tribunal decide no mantenerlas, se considera doloso el procedimiento seguido por el futuro demandante y que tenga que responder de los perjuicios causados frente a la persona en contra de quien se decretaron tales medidas. En el fondo se trata de una presunción legal establecida a favor del individuo en contra del cual se solicitaron las medidas y destinada a la facilitación de las probanzas en el respectivo juicio de indemnización de los perjuicios causados.[56] En los casos descritos con anterioridad vemos que la ineficiencia dentro del proceso es de alguna manera contemplada por el legislador a lo largo de los diversos articulados del ordenamiento jurídico. Existen otros tantos,[57] donde el nivel de evitación de ineficiencias, dolosas o no, no debería ser tolerable, y siempre quedan los caminos sobre el abuso del derecho en temáticas adjetivas; abusos que son reconocidos hoy por la doctrina en materia de responsabilidad por daños.[58] Empero, si nos fijamos bien, los casos señalados anteriormente, denotan determinadas actuaciones judiciales y prejudiciales (en el último caso), que se permiten por razones de economía procesal. Tal economía, permite la implantación de caminos perjudiciales o paralelos y accesorios dentro de un procedimiento ya iniciado, pero además si tales actuaciones permitidas, terminan por llegar a su contradicción, es decir, a una dilación injustificada, son sancionadas por el legislador. La economía procesal, como se puede apreciar, no es algo menor, sino que es parte de toda la regulación procesal. Son diversos los institutos que se pueden nombrar en virtud de los cuales las conductas poco oficiosas se sancionan de alguna manera. Y esto no sólo en materia civil, sino también, por ejemplo, en el nuevo sistema del proceso penal, [59] en el cual de alguna u otra forma se castiga el uso inadecuado de instituciones, tanto en el sentido de abuso (lo que tiene que ver con el tema del abuso del derecho en materia procesal), y de la ineficiencia en la misma interposición de recursos y acciones judiciales. La economía en materia procesal es un principio amplísimo y rector de todo procedimiento. Así también este principio fundamental de eficiencia que tratamos en este apartado, es exigido en el derecho administrativo, recordando también que la eficiencia es uno de los criterios rectores de los principales artículos de la Ley Orgánica Constitucional de Bases Generales de la Administración del Estado, Ley Nº 18.575. Además, la economía procesal es enaltecida en varias resoluciones administrativas en derecho comparado. Es así, como en Las Palmas de Gran Canaria, en España, en resolución administrativa del 12 de julio de 2002 del Director General del Servicio Canario de Salud, se menciona en los antecedentes de derecho que “el principio de economía procesal, cuyo ámbito de aplicación se extiende a los procedimientos de toda índole, impone la conservación de los actos o trámites cuyo contenido sería el mismo de repetirse las actuaciones –dilatándose la tramitación en contra del principio de celeridad y eficacia para llegar a idénticos resultados. Si, racionalmente, puede preverse que se reproducirán los mismos actos, lo lógico es su mantenimiento. Como dice la sentencia de 14 de junio de 1993: “Es doctrina jurisprudencial la que, basándose en el principio de economía procesal, advierte sobre la improcedencia de declarar nulidades cuando el nuevo acto que se dicte una vez subsanado el posible defecto formal haya de ser idéntico en sentido material al interior –SS. 11-5-1983, 13-2-1985, 28-7-1986, 5 de abril y 10 de mayo de 1989– pues en la esfera administrativa ha de ser tratada la nulidad de actuaciones con mucha ponderación y censura”.[60] Pero en la materia que hoy nos ocupa, vemos patente que las dilaciones y el paso a la interposición de recursos, donde existen dudas en puntos específicos y relevantes a pesar de que el legislador toca expresamente en un artículo que la tramitación de las tercerías será en base al juicio ordinario, sin escritos de réplica y dúplica para la de dominio y de incidentes para las de pago, prelación y posesión, no se alcanza una certeza absoluta sobre la materia. Si se establece claramente su tramitación, debe irse a la raíz del problema, analizando la tramitación a que se hace referencia, y he allí el problema por cuanto como lo hemos dicho a través de este estudio, nuestro legislador no fue específico en definir la materia de los incidentes, y lógicamente que se produce un efecto dominó en todos los artículos que hablan de una tramitación incidental. Claramente nuestro código procesal civil contempló una tramitación incidental ordinaria y especial, pero al no definir el instituto de los incidentes, sembró dudas que transforman el panorama en un verdadero campo de minas antipersonales, en donde tales incertidumbres se hacen patentes y producen efectos en cascadas que trastocan la materia de tercerías así como otros puntos que están pendientes, pero hoy sólo hacemos patente ésta, porque es la más delicada y genérica de todas, por cuanto redunda en la naturaleza misma de las tercerías. Los ribetes prácticos de la violación de la economía procesal que se producen en este sentido, debido a la incerteza que se puede dar tanto para el ejecutante, ejecutado y tercerista, se traduce en la interposición de recursos y en problemas en materia de notificaciones, junto a las demás temáticas ya tratadas, volviéndose aquello aún más grave si pensamos que dicen relación con la intervención de un tercero en un procedimiento ajeno, que produce ya una dilación en el mismo por su propia naturaleza, suspendiendo algunas actuaciones, por lo que si a ello se agregan dilaciones que el legislador podría evitar con mayor propiedad, sin duda se agrava la situación de hecho planteada por las mismas. Por otra parte, si a ello sumamos la práctica muchas veces fuera de la ley y las dilaciones desafortunadas producto del recargo de los tribunales, el tema se convierte en un aliciente para poder mejorar el flujo y, en definitiva, el funcionamiento de la justicia en Chile. (Sin hacernos cargo de ello por supuesto, porque es problema propio de las prácticas tanto de abogados como de los juzgados civiles, en donde con relación a estos últimos, debieran funcionar con propiedad las facultades disciplinarias y correctivas propias de la jerarquía de los Tribunales superiores de Justicia). Las prácticas que se apartan de alguna u otra manera de lo previsto por el legislador en algún sentido, por lo demás, no sólo siendo dilatorias pueden constituir un atentado contra el principio de economía procesal, sino que en primer lugar, constituyen una vulneración al principio de la seguridad jurídica. En este contexto, Theodor Geiger señala que la seguridad jurídica comprende dos dimensiones: seguridad de orientación y certeza del ordenamiento, y por otra parte, seguridad de realización y confianza del ordenamiento. Lo que venimos diciendo se relaciona con el segundo sentido, por cuanto se afecta a la realización misma de lo previsto en un determinado ámbito por el legislador. Esta incerteza incluso puede llevar a que órganos administrativos no sólo violen la letra de la ley, sino que además la letra de la propia Constitución, como bien lo describe Teodoro Rivera, quién identifica con acierto como, con anterioridad a la reforma a la Constitución por la Ley Nº 20.050 del 2005, reforma que se refirió entre otros puntos a lo relativo a la nacionalidad, en materia del cómputo de los plazos de avecindamiento para la adquisición de la nacionalidad por parte de los hijos de padre o madre chilenos nacidos en territorio extranjero que se avecindaban por más de un año en Chile, el Ministerio del interior había tenido una postura demasiado flexible, no dando certeza e igualdad en torno a los plazos relativos a la exigencia de avecindamiento, contrariando el texto constitucional[61] y su espíritu.[62] Estamos convencidos que la evolución de la justicia en Chile pasa por un conjunto de soluciones y no sólo por parches en temas sectoriales. El avance será paulatino, pero una sola reforma en el plano oral, para el caso de los procedimientos, podría llegar a ser solución para grandes problemas, pero también puerta abierta para otros, producto de la experimentación propia de un sistema nuevo; empero, se hace necesario también exigir (siendo categóricos en ello) una mayor eficiencia en el legislador en materia de normativa procedimental para nuestro medio. De otra manera, no podemos atribuir toda la responsabilidad a la variedad de criterios que pueden verse en el cúmulo de fallos que los tribunales pronuncian sobre determinada materia.  De la decisión legislativa. La importancia de una regulación expresa y específica sobre determinada materia se condice indudablemente con ciertas consideraciones prácticas, de utilidad o interés, que son fiel reflejo de valoración de las normas jurídicas, sustentadas  en contextos racionales sobre la trascendencia de las reglas para intereses presupuestos.[63] Estamos conscientes que toda reforma jurídica importa por sí misma una intervención que apareja los inconvenientes propios de todo cambio, por lo que debe probar que está justificada a través de consideraciones prácticas. Existen casos en que es fácil encontrar justificaciones de tal índole; por el contrario, en otros, pueden invocarse consideraciones de interés, pero quien aboga por ellas tiene en su contra la carga de probar, como sería el argumentar racionalmente en beneficio de un determinado plazo en materia de prescripción.  La técnica legislativa hoy en día está siendo mirada con mayor detenimiento.[64] Para poder enfrentar los diversos problemas prácticos que genera una determinada laguna normativa, no debemos concentrarnos solamente en la calidad de la función judicial, a través del pronunciamiento jurisprudencial; más aún en un  sistema como el nuestro, en el cual la jurisprudencia no es propiamente una fuente formal del derecho  (sin perjuicio que de acuerdo a ciertos elementos, se puede establecer que juega un rol dentro del Derecho en tal sentido; puesto que en la materialidad influye sin duda lo señalado por un tribunal superior en relación con una determinada materia a la cual ha sido requerido en pronunciamiento uno inferior). El particular en referencia necesita de una decisión pronta del legislador, ya que revela consideraciones prácticas precisas, como la facilitación de la labor del juez y la certidumbre en el accionar de los sujetos procesales. Debemos precisar que la teoría del proceso decisional legislativo comprende varias etapas, cuyo origen se encuentra en el llamado impulso legislativo. En este orden de ideas, seguimos el análisis efectuado por don Eduardo Aldunate Lizana,[65] con el propósito de poder aplicar dicho proceso a las tercerías en el juicio ejecutivo, en las cuales no se ha contemplado expresamente un pronunciamiento que aclare su particular naturaleza. En efecto, distinguimos entre los siguientes conceptos: a) El problema. Entendemos por tal aquel fenómeno no deseado que en nuestro caso está configurado por la laguna legal acerca de la naturaleza jurídico-procesal de las tercerías del juicio ejecutivo. Esta laguna genera, por consecuencia, una inseguridad jurídica, por cuanto no existe una norma que señale un aspecto general acerca de la intervención de los terceros en el juicio ejecutivo. Tal procedimiento es diverso al ordinario, por la propia naturaleza y función que tiene, por lo que su estructura –de concepción y adopción ágil y rápida– requiere atención para poder entender el fenómeno que se produce cuando un tercero adviene al procedimiento ejecutivo. La seguridad jurídica, entonces, se eleva como una necesidad social que no admite excusas, pero que a la vez se ve constantemente deficiente, pese a consagrarse en forma expresa en diversas legislaciones como es el caso del artículo 9 inciso 3º de la Constitución Española. :“La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. Lo que ocurre es que la inseguridad actual que se produce en diversos temas tiene su fuente en la legislación del derecho. “Cuando el Derecho, como ocurre todavía en los países del common law, se expresaba a través de principios generales la seguridad jurídica estaba más garantizada, por paradójico que resulte”.[66] b) El síntoma del problema. En nuestra hipótesis el síntoma está dado por la falta de seguridad jurídica; una incertidumbre en el accionar de los sujetos procesales, debida al pronunciamiento dividido que manifiesta la jurisprudencia de nuestros tribunales como consecuencia del problema. Debemos ser capaces de propender y dar publicidad al ideal de certeza, de eficiencia del sistema jurídico, apelando por la igualdad de los sujetos en los procesos y herramientas procesales, para que al final del litigio se encuentren con una dedición justa, por lo menos desde el plano de la aplicación de la ley procesal. “El legislador debe perseguir la claridad y no la confusión normativa, debe procurar que acerca de la materia sobre la que legisla sepan los operadores jurídicos y los ciudadanos a qué atenerse (...) y no provocar juegos y relaciones entre normas como consecuencia de las cuales se produzcan perplejidades”.[67] La seguridad y eficacia del ordenamiento no sólo dependen de los criterios técnicos del contenido de las normas; el procedimiento de elaboración y la publicidad de las normas también son importantes en este sentido, ya que determinan la práctica de tales valores, elevando al ordenamiento jurídico como un garante de ellos al estar capacitado, como sistema, para resolver los diversos conflictos que se planteen entre los sujetos. El Consejo de Estado Español, en su Memoria 1992, señala que “la seguridad jurídica garantizada en el art. 9.3 de la Constitución Española, significa que todos, tanto los poderes públicos como los ciudadanos sepan a qué atenerse, lo cual supone por un lado un conocimiento cierto de las leyes vigentes y, por otro, una cierta estabilidad de las normas y de las situaciones que en ella se definen. Esas dos circunstancias, certeza y estabilidad, deben coexistir en un estado de Derecho”. c) La causa. Radica en la falta de especificidad en la regulación de las tercerías del juicio ejecutivo por parte del legislador nacional, ya que pese a estar reguladas en el Título I del Libro III del C.P.C., no se contemplan expresamente cuestiones básicas en referencia a ellas, generándose por ende vacíos normativos. Cabe señalar que en diversas ocasiones tales términos son confundidos entre sí, lo que ha llevado al fracaso a muchas soluciones legislativas. Para poder realizar una correcta formulación del problema es necesario definir las metas y objetivos a conseguir. “Por meta se entiende aquel comportamiento que se pretende inducir a través de la ley. El objetivo es la finalidad que se persigue a través de

 

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Por Pablo Nicastro & Clara Fazio
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