Por Guillermo Cabanellas (h)
I. Muchas de las conocidas y perdurables deficiencias de nuestro sistema judicial responden a condiciones sociales de muy difícil remoción. La lentitud de los tribunales es tan antigua que ya la mencionaba Shakespeare, en el célebre monólogo de Hamlet, como uno de los motivos propicios al suicidio. Su corrupción la narra Hernández en el Martín Fierro. Las contradicciones, las arbitrariedades, el triunfo de la formalidad sobre la verdad, la kafkiana lejanía de los jueces no son sólo defectos de nuestra justicia, sino tragedias de la civilización occidental, que Kafka -activo abogado de Praga- elaboró magistralmente.
La perdurabilidad de estos defectos y su difusión -con mayor o menor intensidad- en todo el ámbito mundial indican que no se trata de cuestiones que respondan a meros textos constitucionales o que puedan superarse con la sola reforma de tales textos. Por el contrario, estamos ante estructuras sociales enraizadas en los valores y creencias generalmente aceptados, y que no es posible cambiar sin una modificación de tales valores y creencias a lo largo y a lo ancho de la sociedad. Lo cual, es bien sabido, requiere normalmente el paso de varias generaciones. La concepción patrimonial del Estado que predomina en nuestros países -de la cual la justicia es un instrumento necesario-, la formación universitaria que perpetúa prácticas judiciales de conocida ineficacia, el general olvido o disfraz o mutación de los motivos por los que el sistema jurídico existe, son producto de actitudes generales de la población o de sus partes más estrechamente vinculadas al funcionamiento del Derecho, que perduran a través de los siglos. El Derecho aduanero como farsa, las leyes que se acatan pero no se cumplen, el rito de las elecciones “predispuestas”, son ejemplos de patologías de nuestro sistema jurídico que se arrastran desde nuestro origen nacional. Difícilmente las venza un legislador de un plumazo.
II. Sin embargo, junto con estos defectos que sólo podrán superarse mediante una lucha permanente en los más diversos planos sociales -la educación, los presupuestos, la opinión pública-, y que no es en realidad sino parte de la lucha por el Derecho que describió Ihering, existen otros más visibles y superables, derivados de los textos constitucionales. Intencionalmente o no -probablemente mediante una combinación de ambos factores- la Constitución Nacional presenta desde sus orígenes defectos estructurales que facilitan los desvíos en materia de organización del Poder Judicial y de su inserción en la red de poderes estatales. Lejos de haberse debilitado con el tiempo, estos defectos se agravaron con la reforma constitucional de 1994, y sus consecuencias se han hecho más visibles frente a la dinámica propia del Estado democrático contemporáneo. Como surge de lo expuesto en el apartado I, no es que la superación de estos defectos constitucionales sea suficiente para lograr un sistema judicial que satisfaga las legítimas expectativas sociales. Pero sí es una condición necesaria para la mejora de ese sistema.
III. Uno de los elementos fundamentales de las organizaciones estatales contemporáneos -al menos en los Estados que no aspiran a tener un papel totalitario o hegemónico en la sociedad- es la división de poderes. Este aspecto es de particular importancia en la constitución estadounidense, tanto en su construcción original como en su aplicación posterior. Desde allí ha venido a nuestra constitución, pero sufriendo modificaciones en la redacción de las normas y en su aplicación, que han desvirtuado seriamente su funcionamiento.
Para que el Poder Judicial pueda cumplir su función dentro del sistema de división de poderes, es imprescindible que no quede sometido a los restantes poderes. Pero en nuestro país, desde la instauración del Estado democrático, no ha existido prácticamente Poder Ejecutivo que haya actuado con una Corte Suprema cuyos integrantes no haya designado mayoritariamente. En el sistema estadounidense, cada presidente tiene la posibilidad de designar -junto con el Poder Legislativo- varios miembros de la Corte Suprema, durante su mandato. En la práctica, la cantidad que designe depende de circunstancias aleatorias -retiros, fallecimientos-, pero no existe una posibilidad sistemática de alterar la configuración de la Corte Suprema federal con nombramientos realizados por el Poder Ejecutivo de turno.
Dadas las atribuciones de la Corte Suprema, el poder fáctico que tiene el Poder Ejecutivo argentino sobre su configuración, incide en forma generalizada sobre la independencia del Poder Judicial. Como se verá seguidamente, esta particularidad no responde solamente a los avatares de la historia argentina -golpes de Estado intercalados con reinicio del régimen constitucional-, sino que se ve facilitada por la redacción del texto constitucional.
IV. El artículo 108 de la Constitución Nacional prevé la conformación de una Corte Suprema de Justicia, pero sin indicar el número de sus integrantes. Ello ha llevado a que sean las leyes que implementan este artículo las que determinen la cantidad de miembros de la Corte Suprema. Tal particularidad conduce a que el poder político -en la medida en que el Congreso y el Poder Ejecutivo respondan a la misma orientación- tenga la posibilidad de aumentar el número de designaciones que podrá llevar a cabo, mediante el simple expediente de extender el tamaño de la Corte.
Esta posibilidad dista de ser meramente teórica. Fue utilizada, con pleno conocimiento de sus implicancias, en la década de 1990. Además, opera como una permanente amenaza sobre la independencia del Poder Judicial, pues los distintos factores de poder saben que una “rebeldía excesiva” de esa rama del Estado puede ser frenada o “castigada” modificando la integración del supremo tribunal de la Nación, generalmente con la excusa de que sus tareas requieren un mayor número de integrantes.
Se podrá argumentar que la Constitución federal estadounidense tampoco prevé el número de integrantes de la Corte Suprema de ese país. Y en los hechos, también en los Estados Unidos se intentó, durante el gobierno de Franklin D. Roosevelt, influir sobre el comportamiento de la Corte Suprema por vía del nombramiento de más miembros, aunque sin éxito. Pero es tal el prestigio de ese tribunal y la conciencia generalizada respecto de lo que implica el ataque a su independencia, que en la práctica -a diferencia de la Argentina- no han retornado los intentos de atacarlo por vía de reformas legislativas.
V. No menos grave es la situación emergente del marco constitucional del Consejo de la Magistratura. El artículo 114 de la Constitución Nacional, incluido en la reforma de 1994, da amplias atribuciones, en materia de organización y conformación del Poder Judicial, a ese Consejo, pero sentando un marco muy vago respecto de su integración. La cuestión queda así librada a la legislación que lo regule, lo que implica que ese Consejo -y en consecuencia el Poder Judicial- quedan subordinados a los poderes políticos que controlen el proceso legislativo. Se crea así, en la propia constitución, el mecanismo que impide al Poder Judicial tener un grado de independencia acorde con el funcionamiento de la división de poderes. Lejos de ser una cuestión teórica, esta falencia derivada del sistema instaurado en 1994 se ha exteriorizado repetidamente en la práctica, no sólo a través del accionar concreto del Consejo de la Magistratura, sino en virtud de la velada amenaza que permanentemente implica el alcance de sus poderes y el origen de su formación. Y esta distorsión del régimen de división de poderes se ve potenciada por su convivencia con la amenaza que para la independencia del Poder Judicial implica la posibilidad de aumentar el número de miembros de la Corte Suprema.
VI. La respuesta inmediata a las deficiencias estructurales antes descriptas sería la reforma de la Constitución Nacional. No se ignora, sin embargo, que tal reforma es muy dificultosa, y que suele representar una caja de Pandora que da pie a riesgos quizás mayores que el mero quietismo. Tampoco se desconoce que los textos constitucionales son insuficientes, cualquiera sea su contenido, para lograr por sí solos un comportamiento satisfactorio del Poder Judicial y una inserción adecuada en la organización estatal. Pero también es cierto que sin un marco constitucional adecuado para la conformación del Poder Judicial será imposible o mucho más dificultoso que éste funcione adecuadamente.
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