El Senado de la Nación aprobó el proyecto de ley Trasplante de órganos, Tejidos y Células, más conocida como “Ley Justina”, ya que fue impulsada por los padres de ésta, que falleció a causa de no haberse podido obtener un corazón para trasplantarle a tiempo.
La ley tiene por objeto regular las actividades vinculadas a la obtención y utilización de órganos, tejidos y células de origen humano, incluyendo la investigación, promoción, donación, extracción, preparación, distribución, el trasplante y su seguimiento.
En su artículo segundo menciona los principios en los que se enmarca esta ley. Entre ellos se encuentran el “Respeto por la autonomía de la voluntad como fundamento ético y legal de toda intervención médica” y la “Voluntariedad, altruismo y gratuidad en la donación”.
Llama la atención que esos principios – con los que coincido plenamente – rápidamente se diluyen en la ley. En el artículo 16 se menciona a los “Servicios de Procuración” que entre sus funciones tendrán la “detección, evaluación y tratamiento de potenciales donantes”. Esto parece raro: ¿Quiénes son los potenciales donantes? Entiendo que en principio todos, pero más aún aquellos enfermos a punto de fallecer. Es decir, cercanos a la muerte aparecerá alguien de los “Servicios de Procuración”. Y pensar que se asustaban cuando el sacerdote iba a dar la Extremaunción. Ahora el susto vendrá del Estado.
En vida, sólo está permitida la “ablación de órganos” a los mayores de 18 años, siempre que el receptor de ese órgano sea su pariente consanguíneo o por adopción hasta el cuarto grado, o su conyugue o una persona con quien se mantiene unión convivencial.
La ley comienza su parte más controversial en el artículo 31. Allí se establece que toda persona mayor de 18 años “puede” (no debe) en forma expresa “Manifestar su voluntad negativa o afirmativa a la donación de los órganos y tejidos de su propio cuerpo”, pudiendo limitar su “voluntad afirmativa” a “determinados órganos o tejidos” (por ejemplo, riñón si, páncreas no)o condicionar la voluntad de donar a algunos de los fines previstos en la ley, que podría ser implantes en otros humanos o dejarlos con fines de “estudio o investigación”.
Pero esto parecería colisionar con el artículo 33, según el cual la ablación de órganos puede realizarse sobre toda persona mayor de 18 años “que no haya dejado constancia expresa de su oposición”. Esta oposición debe encontrarse registrada ante el INCUCAI y si bien la ley menciona a través de que canales, la reglamentación aún no lo ha definido.
¿Dónde quedó el principio de “Voluntariedad y altruismo en la donación” previsto en el artículo 2 – y repetido en el art. 40 inc. d) – de la ley? Vaya uno a saber.
Peor aún, se nos plantea el siguiente problema jurídico ¿De quién es el cuerpo de una persona fallecida? Según esto, parecería qué del Estado, que podría disponer del mismo (salvo oposición expresa y registrada) para ablaciones o investigación.
El Código Civil y Comercial en su artículo 17 menciona que los derechos sobre el cuerpo humano o sus partes no tienen un valor comercial, sino afectivo, terapéutico, científico, humanitario o social y sólo pueden ser disponibles por su titular siempre que se respete alguno de esos valores y según lo dispongan las leyes especiales.
Perecería según esto que el cuerpo es propio y sólo uno puede disponer del mismo, con lo cual le necesidad de expresar una oposición a la ablación post-mortem parecería no corresponder.
También el artículo 61 del Cod. Civil y Comercial se expresa en dicho sentido, al establecer en cuanto a las exequias que “…Si la voluntad del fallecido no ha sido expresada, o ésta no es presumida, la decisión corresponde al cónyuge, al conviviente y en su defecto a los parientes según el orden sucesorio, quienes no pueden dar al cadáver un destino diferente al que habría dado el difunto de haber podido expresar su voluntad…”
¿Presumida por quién? ¿Por la ley? Claramente no se refiere a eso el artículo, sino a presumida por sus familiares.
Lo que el C. Civil y Comercial no resuelve es cuál sería la posible acción frente al incumplimiento de lo previsto por el difunto. Pero no sólo eso, sino que más importante parecería ser quién podría ejercer esa acción en nombre de quien ya no existe como tal. Lo que transformaría en meramente declarativo dicho derecho.
¿Podría el Estado Nacional accionar contra los parientes del difunto que impidieran la ablación de órganos cuando éste les hubiera expresado su negativa y la misma no estuviera registrada?
¿Y qué pasaría si el fallecido, por su religión no tuviera “permitido donar”? ¿O si el fallecido es un joven de 18 años y sus padres – por el motivo que fuera – no accedieran? ¿No podrían oponerse?
Claramente los amparos van a aparecer. Además, veremos si los médicos asumen el riesgo jurídico de decidir una ablación cuando la familia se opone.
La norma de la Ley Justina respecto de la necesidad de expresar la negativa a la donación no parece lo más acertado, ya que el hecho deja de ser altruista. Inclusive parece antipático, ya que su uno se opone a dar, ¿tiene derecho a recibir? ¿Cómo se vería socialmente el rechazo a la donación si se hiciera pública esa lista? ¿Se generaría otra “grieta” social más?
Además, ¿puede el Estado disponer de algo que no es suyo? Parecería que no. Y si nuestro cuerpo es del Estado después de muertos, quizás sería mejor que el Estado comenzara a prestarnos más atención cuando estamos vivos, asegurándonos otros derechos, tales como el acceso a la salud, comida y vivienda.
Parece que la Ley Justina va a traer más inconvenientes que soluciones.Sería interesante que nuestros legisladoresno votaran leyes por el “sentimiento” ni por lo que dicen las “encuestas” sino que lo hicieran a conciencia luego de un estudio serio y en consonancia con las normas legales existentes.
Citas
(*) Socio de “Sal & Morchio” Abogados; y Coordinador del Área Latinoamericana del “International Association of Anti-Corruption Authorities” (IAACA).
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